Joaquín Villalba
Álvarez
Universidad
de Extremadura
Antoine Foucher, Historia proxima poetis. L’influence
de la poésie épique sur le style des historiens latins de Salluste à Ammien
Marcellin [Collection Latomus, vol. 255], Bruxelles: Latomus, 2000,
488 p., ISBN 2-87031-196-6.
Nos encontramos sin duda ante un libro que era necesario y
que será muy útil para quienes llevan a cabo sus investigaciones en el terreno
de la historiografía clásica. La cita de Quintiliano que da título a este
trabajo es suficientemente elocuente y refrenda de modo explícito lo que su
autor pretende demostrar: el hecho de que, a lo largo de los siglos, la
historiografía latina tomó de la poesía épica diversos resortes narrativos pero
también –y muy especialmente– formales, lo que nos lleva a conectar ambos
géneros, cuyo ámbito de acción está fuertemente influido por la retórica, hasta
el punto de que, como muy bien señala Foucher, se puede hablar de una verdadera
“poética de la historia” (pág. 8).
Conviene recordar, a este respecto, que las reflexiones en
torno a los géneros literarios que Quintiliano lleva a cabo en el libro X de su
Institutio oratoria se basan en el
concepto de eloquentia, esto es, su
concepción parte de fundamentos retóricos: lo más alejado de la elocuencia de
los oradores –identificada aquí con el hierro-, sería el oropel de la poesía
–épica, en este caso concreto. La historia estaría más cerca de la poesía, por
más que se le presuponga una mayor seriedad: el orador debe demostrar la misma
desconfianza ante un texto historiográfico que ante un texto poético, ya que en
ambos casos se hace un uso libre del vocabulario y las figuras, habida cuenta
de su común condición de géneros literarios y de su finalidad última de delectare (también docere, en el caso de la historia). Con todo, el orador puede tirar
de algunos recursos propios del historiador.
El libro comienza con una introducción muy válida y jugosa
acerca de la naturaleza de la historia en Roma, sobre sus concomitancias y
divergencias con respecto a la griega, de la que ineludiblemente nace. De este
modo, la historia griega, más universal y racionalista, marcada por los
artificios retóricos como corresponde a cualquier género literario que se
precie, diferiría en términos generales de la historia romana, fuertemente
nacionalista, “romanocentrista” y, en sus orígenes, claramente influenciada por
la religión –no olvidemos que los inicios de la historia en Roma se remontan a
los annales maximi de los pontífices. Desde esta perspectiva, sólo cuando la
historiografía romana se despoja de sus fuertes lastres tradicionales y
religiosos y se deja imbuir de un espíritu artístico y retórico, es cuando
asistimos al nacimiento de la historiografía como género literario en Roma,
salvando así el ancestral “retraso” que sufre Roma en este aspecto concreto de
su cultura y que Foucher destaca en su libro. Así pues, para cuando la historia
adquiere estatus de género en Roma, éste contaba ya con una amplia trayectoria
en el mundo heleno. Es por ello que las diferentes tendencias literarias que se
vislumbran en la historiografía griega inciden, en mayor o menor medida, en su
repercusión romana. Así, la búsqueda del placer del lector por parte de un
Herodoto o la didáctica concisión de un Tucídides se aúnan en época
helenística, dando lugar a una historia
magistra vitae teñida de matices trágicos y escrita en una prosa artística
cada vez más cercana a la poesía.
Junto con la inevitable influencia de la historiografía
griega sobre la romana, existe, a juicio de Foucher, otro detonante que suscita
la evolución y desarrollo de la historiografía en Roma, y es la consecución
entre los siglos III y II a. C. de una serie de condiciones políticas, sociales
e incluso lingüísticas idóneas para la escritura de la historia. Ello motivó la
progresión de la historia en Roma desde la analística laica en lengua griega
(Fabio Píctor) hasta los anales nacionalistas de Catón, desembocando finalmente
en la concepción más analítica y racionalista del género que se observa en
Sempronio Aselión o Celio Antípater: una historia que indaga las causas y las
consecuencias de los acontecimientos, en un lenguaje medio, no muy rimbombante
pero tampoco demasiado aséptico o desnudo, un lenguaje agradable al lector que
demuestre la formación retórica y la elocutio
del autor.
Tras este preámbulo, Foucher revela la auténtica finalidad
del libro, que, por otra parte, queda clara desde la cita quintilianea que le
da título: cómo a partir de Cicerón –a lo largo de cuya obra aparecen
reflexiones inconexas aunque reveladoras en torno al género- se puede bosquejar
una “poética de la historia”, un arte de escribir historia que conjugue el
consabido propósito de veracidad inherente a la historia con un estilo ameno y
entretenido. De este modo, el autor procede a una selección de subgéneros
historiográficos (annales, res gestae,
historiae, monografías) y de
historiadores “artistas”, preocupados por el estilo de sus relatos
historiográficos. Así, de forma razonada y razonable, Foucher se propone
analizar las obras de Salustio, Livio, Curcio Rufo, Tácito o Amiano Marcelino a
la luz de la influencia que del lenguaje poético de la épica se observa en las
mismas, con vistas a aislar los “estilemas” de cada autor, su forma de reflejar
el lenguaje épico en un relato histórico, y al mismo tiempo mostrar el carácter
propio y distintivo de la historia, más allá de su relación con la épica.
Con tales presupuestos, Foucher aborda la primera de las tres
partes que conforman el libro: desentrañar la conexión entre historia y poesía
partiendo de la consideración retórica de la historia en Roma, y en especial a
partir de algunos pasajes dispersos en la obra de Cicerón. En ellos se pueden
vislumbrar las inclinaciones y desafectos del Arpinate hacia los diversos
historiadores griegos y romanos anteriores y contemporáneos. La idea que
subyace en todas estas referencias es la consideración de la historia como un
género literario que, pese a contar con el handicap
inicial e insoslayable de la sumisión a la veracidad de los hechos, se adorna
de un barniz de estilo que convierte a los historiadores en exornatores rerum, y no sólo en meros narratores. Esto tiene que ver con
aquella otra afirmación de Cicerón, a propósito de la historia como opus oratorium maxime o, en otras
palabras, sobre la importancia de la formación retórica para el historiador. En
este sentido, conviene recordar que las pinceladas teóricas sobre historia que
afloran en la vasta obra de Cicerón se incluyen mayoritariamente en tratados de
retórica como el De oratore, el Orator o el Brutus, o también que en algún pasaje del Brutus se alaba el estilo aticista de los comentarios de César y,
sin embargo, lo excluye del canon de historiadores romanos a causa de su
excesiva “desnudez”, impropia del relato historiográfico. De este modo, Foucher
presenta los dos factores determinantes del género historiográfico en Roma: la
sumisión a la verdad y la búsqueda del placer del lector. Según la balanza se
incline de un lado o del otro, nos encontraremos con dos tipos de historia: la
que defiende Cicerón en De oratore o
la de su célebre Carta a Luceyo (Fam. 5.12): a) una historia pragmática, que sirva de ejemplo y enseñanza a
generaciones posteriores, en que la utilidad y la verdad predominan sobre el
estilo más o menos florido; o b), una monografía,
más cercana a la poesía, en la que tienen cabida elementos trágicos y épicos
tales como las peripecias del personaje central, los cambios de fortuna o la
unidad de acción dramática.
Con todo, la conclusión que podemos sacar es que ambos
factores pueden conciliarse, esto es, la materia histórica debe ser veraz, debe
enseñar (docere, en términos
retóricos), pero puede elaborarse con una cierta “libertad” que consiga
deleitar (delectare) al lector. De
este modo, parece ser que en la mentalidad ciceroniana Livio encarnaría el
papel de historiador ideal, al resultar una mezcla casi perfecta de método
histórico riguroso y estilo agradable (genus
medium, ni muy florido ni muy seco). Dicha confluencia entre la materia
(veraz) y la forma (amena) adquiere una dimensión moral que explica la conexión
entre historia y poesía a la que se refiere Foucher, a propósito de Salustio y
Livio: “l’histoire, pour Salluste et Tite-Live, doit jouer le rôle qui es, pour
Aristote et Horace, celui de la tragédie ou de l’épopée; elle doit non seulement
plaire, mais aussi instruire. L’histoire est pédagogie du malheur” (pág. 66).
Es decir, poema épico e historia cumplen una función social clara, lo que
explica, seguramente, la íntima correspondencia que entre ambos géneros
literarios se establece en el mundo romano: basta recordar los Annales de Ennio y el Bellum Punicum de Nevio, o también, a
propósito del Ab urbe condita de
Livio, el relato eminentemente legendario de los primeros libros al que sigue
en las sucesivas décadas a una narración de hechos históricamente probados.
A propósito de Tácito y Amiano Marcelino, Foucher parece
intuir en sus obras historiográficas cierto color poético, derivado del modelo
épico por excelencia, Virgilio, hasta el punto de erigirse dicho “color
virgiliano” en una marca característica del estilo de ambos historiadores,
aunque por motivos estrictamente diferentes. Para Amiano Marcelino, el modelo
virgiliano, perfectamente arraigado ya en la tradición literaria romana durante
varios siglos, le resulta de gran interés para retratar el momento de
exaltación nacional en Roma previo a las invasiones bárbaras del siglo IV. En
el caso de Tácito, por el contrario, la afirmación de que su labor literaria es
penosa y sin gloria (in arto et inglorius
labor) da pie a Foucher a atisbar cierta nostalgia de un pasado victorioso
y al mismo tiempo un compromiso de ensalzar unos valores morales que le han de
brindar una gloria semejante a la del poeta épico. Es por ello mismo por lo que
Tácito es considerado habitualmente como un historiador pesimista, porque del
momento de “inquietud histórica que alimenta la poesía virgiliana”, a él sólo
le queda narrar lo escabroso y lo inmoral. Dicho pesimismo épico o trágico o
ambas cosas al mismo tiempo es el que acerca la obra de un historiador como
Tácito a la de un épico como Lucano: ambos describen hechos históricos, el
primero según la forma tradicional de los anales, el segundo en rigurosos
hexámetros como mandan los cánones del género épico, pero ambos rodean
ciertamente sus escritos de un ambiente “antiheroico”, casi más propio de la
tragedia que de otra cosa. Por más que Tácito abra sus Annales con el
célebre hexámetro Vrbem Romam a principio reges habuere, los
acontecimientos que desgrana en su obra están muy lejos de una historia ad
maiorem Romae gloriam.
En realidad, lo que se percibe en los casos de Tácito y de
Amiano es la retorización que se produce en la literatura a partir del siglo I
del Imperio, cuando la ausencia de vida forense y política en Roma lleva a la
retórica a buscar una salida en el mundo literario, a partir de entonces más
barroco y recargado. De ahí que estemos con Foucher cuando afirma que es la
retórica del momento la que impregna el relato historiográfico de recursos
propiamente épicos –y pone como ejemplos la brevitas expresiva o la varietas
léxica-, recursos que otorgan al género historiográfico cierta gravitas,
cierta solemnidad muy cercana a la tragedia: corroboran esto mismo la narración
tacitea de muertes claramente dramáticas como la de Germánico, el verdadero Caesar
de los primeros libros de Annales, o la de Séneca, envuelta en la
tendencia estoica tan en boga por entonces.
Conviene tener presente, en cualquier caso, que desde sus
orígenes la historiografía es un género claramente deudor de la poesía (entiéndase
épica): ya los primeros historiadores griegos trataron de imitar el estilo
homérico, y no sólo en cuanto a la elección de vocablos, sino también de
ciertos temas y tópicos que con el transcurso de los siglos formarán parte del
género historiográfico, como por ejemplo la inserción de discursos, arengas,
digresiones de diverso tipo, etc. Y esa relación entre historia y poesía en la
literatura griega habría que hacerla extensiva también a la tragedia: el papel
de los trágicos griegos es fundamental para entender cierto tipo de historia.
El mundo romano heredó todo este caudal, toda esta tradición historiográfica
griega teñida de poesía épica y tragedia, pero además lo enriqueció por medio
de sus modelos épicos, como Virgilio y otros modelos poéticos. Lo que Foucher
parece sugerir es la constatación real de que tanto épica como tragedia o
historia son géneros eminentemente narrativos, por lo general escritos en un
tono noble y elevado, con un claro afán moralizante, innegable en el caso de la
tragedia o la historia y tal vez más tenue en el caso de la épica, en el que
predomina el valor nacionalista y publicitario sobre cualquier otro.
En definitiva, Foucher concluye esta primera parte del libro
llamando la atención sobre la transformación literaria que se produjo en Roma
como consecuencia del cambio político que trajo consigo el fin de la república
y el advenimiento del poder unipersonal del emperador: la nueva situación de la
retórica en el Imperio y también la nueva situación sociopolítica provocaron
una retorización de la literatura, que en el caso de la historiografía
consistió en la aparición de recursos, temas y giros propios de la épica. En
otras palabras, la historia se hace épica desde el momento en que se escribe
historia para encumbrar a algunos personajes en detrimento de otros: ésa es la
razón por la que historiadores como Valerio Máximo o Veleyo escriben a favor
del princeps, y por eso también Tácito analiza críticamente unos
acontecimientos acaecidos casi un siglo antes, componiendo una historia “antiépica”.
Podría decirse que este cambio representa el abismo que separa la afirmación
ciceroniana alias in historia
leges obseruandas putare, alias in poemate (De leg. 1.5) de la expresión quintilianea que da título al presente
libro.
La segunda parte del libro comienza con una reflexión sobre
el concepto de ornatus, en cuanto
“écart” –término acuñado por Marouzeau-, es decir, en su condición de
“desviación” del discurso normal, como rasgo propio de la elocutio. Es ésta una característica definitoria del lenguaje
literario frente al de uso cotidiano, y la historiografía en cuanto género
literario no es ajena a esta cuestión. De este modo, arcaísmos y poetismos
constituyen esas “desviaciones” del lenguaje común que se encuentran en mayor o
menor medida en un género como el historiográfico. Desde el análisis retórico
de estos arcaísmos y poetismos, de formas como los neologismos o los tropos,
Foucher advierte que, frente al genus
subtile, cuya misión es probare
y, por tanto, no cabe ornato alguno, los genera
modicum y vehemens (templado y
sublime) tienen por finalidad delectare
y movere, respectivamente. En estos
dos últimos tipos de discurso, y en función del tema que se trate, sí se estima
necesaria la inserción de estos embellecimientos del discurso.
Ahora bien, ¿dentro del género historiográfico se pueden
introducir estos adornos del discurso? Como género fuertemente relacionado con
la retórica, está claro que la historia da cabida a estos elementos, ya que a
la búsqueda de la veritas se une una
decidida vocación de agradar al público mediante la evocación amena de los
hechos del pasado. A este respecto, no conviene olvidar que el genus modicum, el estilo medio –que es precisamente el más adecuado a la
historia-, permite la introducción de ornato, por lo que en la historia caben
estos elementos embellecedores, como se observa, por ejemplo, en las digressiones o amplificationes que afloran aquí y allá en los relatos
historiográficos grecolatinos.
En el caso concreto de los arcaísmos y poetismos, es la
elección de palabras adecuadas la que condiciona los tipos de discurso. Así,
por ejemplo, el orador, en aras de la claridad, ha de alejarse de arcaísmos y
poetismos que oscurezcan su exposición, todo lo contrario de lo que sucede con
el poeta, para el que términos rebuscados –ya sean propios del lenguaje
poético, ya términos en desuso- suponen un recurso fundamental de su estilo. En
este mismo sentido, está claro que la llegada del Imperio supuso un cambio en
el modo de concebir la literatura latina desde el punto de vista estilístico:
la historiografía, concretamente, es testigo directo de esta evolución de
gustos y estilos, al adoptar vocablos y ritmos más propios de la poesía. Se
produce algo que ya hemos apuntado más arriba y que Foucher expresa con gran
claridad: en apenas un siglo y medio pasamos de la historia pragmática que
defiende el Cicerón del De oratore,
en la que apenas se debe dar cabida a elementos poéticos y cuyo máximo
representante será Livio, a esa historia
proxima poetis que menciona Quintiliano.
Y como todo este marco teórico sólo puede sostenerse por
medio de una demostración fehaciente, Foucher prosigue con dos apartados en los
que procede, respectivamente, al análisis de vocablos (sustantivos, adjetivos y
verbos) y de estructuras complejas (iuncturae,
sintagmas, giros…) que la historiografía toma prestados de la poesía, y que
pueden aclarar esa relación entre ambos géneros más que ninguna otra teoría o
reflexión. Estas “formas simples” y “formas complejas” de intertextualidad,
como Foucher las denomina, constituyen la parte esencial y, a nuestro modo de
ver, la más original, interesante y estrictamente científica que plantea su
libro.
En el primer apartado –los poetismos en el género
historiográfico-, el autor establece una serie de normas de pertenencia o
exclusión de dichos vocablos al lenguaje poético. Aquí es complicado delimitar
qué se entiende por poetismo, ya que los criterios aducidos, como son 1) su
aparición por vez primera en los textos, 2) su frecuencia en los textos o,
sobre todo, 3) el empleo que se hace de los mismos, se nos antojan tal vez
insuficientes, si tenemos en cuenta, por ejemplo, el gran número de textos hoy
perdidos y que completarían cualquier conclusión general que pretenda sacarse
sobre la cuestión; o la evolución constante de la lengua latina a lo largo de
sus siglos de esplendor, que hizo que términos en origen poéticos pasaran a la
lengua común; o también, por último, el importante papel que la prosodia
representa en la poesía latina y, por lo tanto, en la creación de poetismos. Y
otro tanto cabe decir de los criterios de exclusión de términos a priori
tan poéticos como cacumen o harundo, por el simple hecho de aparecer
en alguna ocasión en César.
Por lo demás, el estudio de los vocablos se divide en
nombres, adjetivos y verbos, y dentro de ellos, se llevan a cabo distinciones
de orden morfológico. Así, la clasificación de los sustantivos por
declinaciones permite a Foucher analizar conjuntamente los nombres acabados en
–men (moderamen, curvamen, hortamen, molimen...),
o en –or (aequor, clangor, liquor...), corroborando
así su carácter poético. De forma análoga, la clasificación de adjetivos y
verbos según presenten prefijación o sufijación le sirve para analizar la
abundancia de unos prefijos o sufijos frente a otros. En el caso de estos
últimos, por ejemplo, destaca el valor poético de los adjetivos en –eus,
-osus, etc., o también la abundancia de verbos incoativos y
frecuentativos. Todo ello aparecerá convenientemente reflejado en los cuadros
que, a la manera de anexo, se incluyen al final del libro (págs. 441 y ss).
En el estudio específico de cada término, se observan cinco
apartados. En 1) se indica un sinónimo latino perteneciente al lenguaje de la
prosa; en 2), su significado; en 3), su primer testimonio conocido en lengua
latina; en 4), los casos que presenta en los historiadores estudiados; y en 5),
diversos comentarios sobre empleos particulares. Llama la atención la profusión
de notas al pie de página para explicar y detallar las particularidades de cada
vocablo concreto, su presencia en otros autores y la eventual bibliografía
moderna sobre los mismos. Esta diferenciación permite delimitar adecuada y
sobradamente el significado y uso de cada término en concreto, y al mismo
tiempo ahondar en sus antecedentes poéticos, de forma que podamos especificar
qué poetas influyen en los sucesivos historiadores. En este sentido, es
sintomática la diversidad de procedencia de estos poetismos. En los primeros
tiempos ejercerá gran influencia la lengua poética de autores republicanos,
sobre todo Ennio, Accio o Pacuvio, poetas épicos al tiempo que dramáticos. Pero
en época imperial será fundamentalmente Virgilio –y en menor medida Ovidio- el
que más vocabulario poético aporte a la lengua de los historiadores.
La conclusión fundamental de esta parte es el progresivo
enriquecimiento de la lengua de los historiadores a base de diferentes
poetismos. Livio, además, aparece como el verdadero impulsor de la inclusión de
vocablos poéticos en el lenguaje de la historiografía, frente al reducido
número de los mismos que se atisba todavía en Salustio. De este último destaca
sobremanera la progresiva poetización de su vocabulario desde el Bellum Catilinarium
hasta las Historiae, lo que nos lleva a lamentar el hecho de que esta
obra nos haya llegado fragmentaria.
Volviendo sobre Livio, Foucher destaca la abundancia de
sustantivos y adjetivos poéticos en la primera década de Ab urbe condita,
algo lógico si se tiene en cuenta que precisamente esos libros reflejan los
tiempos legendarios de Roma, los tiempos más cercanos al mito y, por ello
mismo, más susceptibles de tratamiento épico. Esta “epicidad” de los primeros
libros de Livio ya ha sido remarcada por muchos estudiosos de nuestra época, y
no solamente a propósito del vocabulario, como aquí hace Foucher, sino acerca
de otros recursos y procedimientos igualmente poéticos, como por ejemplo las
arengas[1].
Pero son Tácito y Amiano Marcelino los que mayor profusión de
poetismos insertan en sus escritos. De nuevo aquí conviene resaltar el acierto
de Foucher con el cuadro-anexo del final, porque nos permite ver
comparativamente el número de poetismos en los autores estudiados. En Tácito
–especialmente en Historiae- y en Amiano, la inclusión de poetismos en
la historia será cada vez más frecuente y normal, lo que no deja de ser un
síntoma claro de los nuevos gustos literarios a partir del Imperio, y al mismo
tiempo de la “erosión estilística” que hizo que vocablos originariamente
poéticos perdieran ese valor con el paso del tiempo y pasaran al lenguaje
común.
El tercer bloque que compone el libro aborda el estudio de
estructuras complejas de intertextualidad, en cuanto que unidades superiores a
la palabra. Se analizan en este apartado recursos como la cita de poetas, la
presencia de ritmos y metros en prosa o las formas del relato de la batalla en
los historiadores. Con ello se pretende refrendar esa búsqueda de la
expresividad poética por parte de los historiadores, la existencia de una
“retórica de la alusión” que, además de embellecer formalmente el lenguaje
historiográfico, le otorga
indefectiblemente una especie de realce y exaltación épica, por lo demás
inherente a la historiografía latina, caracterizada desde siempre por un
marcado patriotismo.
En primer lugar, Foucher reflexiona sobre conceptos
cruciales, como la imitatio o la aemulatio, o el importante papel
que Quintiliano desempeña en la formación y elección de “modelos” que imitar. A
este respecto, la “cita” presenta un estatus retórico a medio camino entre la inventio
–en tanto que argumento persuasivo que otorga fides a la narración- y la
elocutio –en tanto que adorno de estilo similar a la metáfora o el
tropo.
A continuación se analiza la presencia de citas de poetas en
la lengua de los historiadores a lo largo de diversos capítulos de títulos
explícitos y claramente evocadores. En efecto, epígrafes como “Salustio y la
epopeya republicana” revelan la palpable y continua imbricación entre la
monografía histórica de Salustio y la tragedia de Ennio, Pacuvio o Accio, la
conexión entre el estilo decididamente arcaizante y anticiceroniano del
historiador y la poesía de los poetas arcaicos. Muy sugerente nos parece el
ejemplo de Cat. 6, (Vrbem Romam, sicuti ego accepi, condidere atque
habuere initio Troiani, Aenea duce profugi, sedibus incertis vagabantur),
un pasaje de obvias reminiscencias ennianas, con vocablos de gran raigambre
épica como profugus, perfectos en –ere (condidere atque
habuere), o iuncturae del tipo de Vrbem Romam, que retomará
Tácito al principio de Annales.
Del resto de capítulos (“Livio, Ennio y Virgilio”, “Quinto
Curcio y Virgilio”, “Tácito, Virgilio y Lucano” o “Amiano, Virgilio y los
epígonos virgilianos”) se desprende la influencia de Virgilio en la
conformación y el desarrollo del lenguaje poético en la prosa historiográfica
latina, ese color poeticus virgiliano al que aludíamos al principio.
Ello se observa incluso en coetáneos como Livio, y por supuesto a partir de
entonces, lo que significa que el mantuano fue un clásico en vida, que vino a
sustituir –o más exactamente a renovar- al que hasta su tiempo era modelo
poético para la prosa, Ennio. Con la llegada del Imperio, todos los géneros se
fueron impregnando de clichés, formas y construcciones de otros géneros, dando
lugar a un lenguaje poético abierto, que influye también en la historiografía:
Livio representa un crisol en que se mezclan tradición poética e
historiográfica, conformando una prosa más poética que la de predecesores como
Salustio o Celio Antípater, y asimilando en suma las ideas ciceronianas sobre
el género.
Por su parte, Curcio Rufo narra la vida de Alejandro, un
héroe al más puro estilo épico, por lo que la Eneida necesariamente
supone una fuente de inspiración de primer orden para la composición de su
biografía, lo que denota asimismo el poso cultural que los diversos modelos han
ido dejando en el subconsciente colectivo de los autores posteriores.
En Tácito también se vislumbran elementos virgilianos,
entremezclados con elementos de un género en principio tan alejado de la
historia como es la tragedia, lo que nos lleva a rememorar la idea de que en
ocasiones la realidad [histórica de la dinastía Julio-Claudia] supera a la
ficción [trágica del mito], por lo que el color poeticus virgiliano o el
tono trágico de un épico como Lucano acabó encajando a la perfección en la
narración histórica.
Al hilo de lo anterior, y en sentido estricto, podría decirse
que historiadores como Amiano Marcelino apenas son originales, pues sus obras
se van convirtiendo con el paso del tiempo en verdaderos centones, en mosaicos
en que caben reminiscencias de autores consagrados, expresiones carentes ya de
significado poético y que conforman el estilo historiográfico que se ha ido
gestando con el paso de los siglos. Virgilio, un clásico que se enseñaba desde
mucho tiempo atrás en las escuelas, aparece revisitado una y otra vez en el
estilo de Amiano, lo mismo que el tono dramático de Tácito, verdadero motor
intelectual e historiográfico de su obra.
Lo dicho a propósito de los poetismos y la cita más o menos
exacta de pasajes poéticos es extensivo al uso de ritmos poéticos entre los
historiadores. Aunque dicho uso está menos presente en la lengua de los
historiadores, no deja de ser cierto que se fue formando una especie de prosa
rítmica que conecta de nuevo ambos géneros, tanto formal como temáticamente. En
este sentido, tal vez habría sido interesante analizar el “viaje de vuelta” que
toman algunos poetas épicos como Silio Itálico, cuya epopeya sigue los cánones
del género, siguiendo como modelos poéticos a Homero, Ennio o Virgilio, entre
otros, pero también, en el apartado histórico, esto es, estrictamente temático,
a historiadores como Livio, que forzosamente influyó en su lengua poética,
hasta el punto de que algunos pasajes de Punica parecen una
transposición en verso del Ab urbe condita.
La última parte del libro está dedicada al relato de
batallas, un recurso típicamente épico en el que se observa más claramente la
deuda que los historiadores tienen con los poetas, desde Homero, verdadero
creador de los motivos que conforman el género. Tales descripciones de
batallas, en tanto que digresiones o relatos autónomos dentro del poema, son un
claro elemento de elocuencia que los poetas –y subsidiariamente los
historiadores- debían dominar. En efecto, Foucher acentúa el carácter retórico
de estos relatos, ya que instruyen sobre las bellas acciones del pasado,
deleitan y conmueven porque están adornados del ingenio de los poetas, hasta el
punto de que se podría hablar del relato de batallas como género literario
autónomo, algo quizá excesivo, a nuestro juicio. Por lo demás, la conclusión a
la que llega el autor sobre los relatos de batallas en la historiografía es su
tratamiento más o o menos épico. Aquí observa diferencias entre los
historiadores griegos y romanos, partiendo de que la historia en el mundo
griego se oponía a la epopeya, en virtud de que el mito no puede ponerse al
lado de los hechos históricamente acaecidos; se trataba de una forma de
alejarse del mito y acercarse a la realidad –la veritas de la historia.
En el mundo romano, por el contrario, sí se observa una clara conexión entre el
relato de batallas en la poesía y en la historia, “à tel point que l’épopée a
été la première forme littéraire d’histoire” (pág. 430). Ello se explica desde
el patriotismo común a ambos géneros en Roma, que hace que los Annales
de Ennio tengan tanto de historia como de epopeya. En el fondo subyace el
carácter romano de encumbrar acciones y personajes históricos notables por
medio del lenguaje grandilocuente de la épica y de procedimientos típicos de la
tragedia, cuyo emblema sería la figura de Tácito, verdadera mezcolanza de
virtudes literarias historiográficas, dramáticas y épicas (o mejor
“antiépicas”).
En definitiva, el libro que reseñamos encierra un magnífico
repaso por la historiografía como género literario en Roma desde sus orígenes
hasta sus últimos desarrollos. La elección de los historiadores analizados es
bastante coherente y razonable, ya que aparecen representados los principales
autores y épocas (republicana, imperial y tardía). Pese a ello, tal vez faltan
otros autores, en tanto que artífices de otros “modos” de escribir historia.
Más concretamente, sería interesante analizar la presencia de la lengua poética
en representantes de subgéneros como la biografía (Nepote o Suetonio), o en historiadores
que escriben a favor del princeps (caso de Valerio Máximo o Veleyo
Patérculo), para así calibrar en qué medida la lengua poética sirve a la
adulación al emperador.
El análisis concienzudo de algunos vocablos poéticos
(sustantivos, adjetivos y verbos) implica siempre una elección arbitraria e
injusta. Ello demuestra la complicación de un estudio como éste. En primer
lugar, la propia definición de poetismo, por más que pueda ser coherente y
acertada, siempre acarreará injusticias e inevitables omisiones: ya hemos
mencionado que el simple hecho de que un vocablo aparezca en César no es
síntoma indiscutible para no considerarlo poético, sobre todo si tenemos
presentes trabajos consagrados (como el ya clásico de Rambaud), que demostraron
el uso encubierto de resortes retóricos y léxicos en los commentarii de César, con vistas a
conseguir cierto tipo de persuasión. A ello habría que unir la gran cantidad de
textos perdidos, que impiden llegar a conclusiones fiables sobre el uso de
recursos poéticos por parte de los historiadores cuya obra nos ha llegado
fragmentaria, tal y como sucede con Salustio y sus Historiae, por poner
un ejemplo. Y todo ello sin perder de vista la rápida evolución que experimentó
la lengua latina en los cinco siglos que van de Salustio a Amiano Marcelino, y
que ponen en seria duda cualquier determinación concluyente sobre el carácter
poético de tal o cual vocablo. Por lo demás, las conclusiones que Foucher
extrae de su estudio de términos son esperables y hasta cierto punto evidentes,
pero la clarividencia de los datos aportados las convierten en incuestionables:
el análisis frecuencial de una serie de vocablos poéticos utilizados en textos
historiográficos, así como el empleo de citas, ritmos y recursos poéticos por
parte de los historiadores latinos denota la progresiva influencia del lenguaje
de los poetas sobre el de los historiadores. Livio es el autor en que por vez
primera se observa este fenómeno de una manera manifiesta, algo que será
corriente a partir de él, sobre todo en el siguiente “gran historiador romano”,
Tácito, hasta llegar al epígono de la historiografía pagana, Amiano. Esta
progresiva imbricación entre lenguaje poético e historiográfico tal vez
responde a la propia evolución de la lengua latina, en el sentido de que
algunos términos fueron perdiendo su valor poético, o quizá a la propia
evolución de la historia como género literario. En efecto, Amiano aglutina en
su obra crepuscular todo lo que Salustio, Livio o Tácito representaron en su
momento y sobre todo a partir de su muerte, cuando se convirtieron en “modelos”
de escribir historia. En cualquier caso, tiene mucho que ver en este fenómeno
la evolución estética que se produce en el siglo I del Imperio, cuando la
retórica entra a formar parte inseparable de la literatura y pasa a enseñarse
en las escuelas, cambiando los gustos y la forma de componer literatura, y
creando una progresiva interrelación entre los diversos géneros.
En la historia latina hay una tradición de la cita poética al
servicio de los historiadores, una “retórica de la alusión”, como la denomina
Foucher, que busca contagiar la expresividad de la poesía en la historia. Dicha
tradición tiene que ver con la retórica y, en última instancia, con conceptos
tan propiamente “latinos” como son la imitatio o la aemulatio: en
el mundo romano, la historia tiene mucho de poesía épica, y dicha conexión
entre ambos géneros, que deriva del carácter propagandístico y nacionalista de
la historia romana, toma cuerpo a través de los recursos que Foucher analiza en
el presente libro y que acercan en el plano formal dos géneros tan emparentados
en el plano espiritual como son la historiografía y la poesía (épica) latinas.
Todo ello deriva de la propia consideración de ambos géneros como “literatura”,
claros deudores, por tanto, del mundo de la retórica.
Por último, datos como la profusión de notas o el amplio
apartado de bibliografía revelan el enorme trabajo realizado por Foucher en su
libro, del mismo modo que las conclusiones parciales que resumen y resaltan lo
más importante de cada capítulo contribuyen a una claridad expositiva
envidiable, en un trabajo de estas características. Además, Foucher inserta a
cada paso una serie de cuadros explicativos que enriquecen y demuestran de
forma palmaria lo que quiere exponer. A este respecto cabe destacar el anexo al
final del libro, en que se recogen los poetismos analizados y su frecuencia de
empleo por parte de los distintos historiadores. Con todo, se echa en falta
otro anexo en que se refiriera el uso que los historiadores hacen de aquellas iuncturae
y citas poéticas –las “estructuras complejas de intertextualidad” que componen
la tercera parte del libro- y que, tal y como sucede con los vocablos
concretos, nos permitirían observar claramente la procedencia y el desarrollo imitativo
de tales estructuras desde la poesía a la historia, a lo largo de toda la
Latinidad.
En suma, esta Historia proxima poetis nos parece un
trabajo encomiable, acertado y necesario, fundamentalmente por estar centrado
en la palabra, en los usos que los historiadores hacen de determinados términos
poéticos, y no en sesudas y profundas reflexiones que muchas veces no explican
nada y que hacen que nos olvidemos de nuestra labor como filólogos, que es el
estudio directo sobre los textos, sobre la palabra viva de los clásicos.
[1] Cf.
J. Villalba Álvarez, “Épica e
Historiografía: la Arenga militar en los Punica
de Silio Itálico y su relación con Tito Livio”, en J. C. Iglesias Zoido (ed.), Retórica e Historiografía: el discurso
militar en la Historiografía desde la Antigüedad hasta el Renacimiento,
Madrid: Ediciones Clásicas, pp. 339-364.