Victoria Pineda
Universidad de Extremadura
Anthony
Grafton, What was history? The art of
history in early modern Europe, Cambridge: Cambridge University Press,
2007, x +319 pp. ISBN 978-0-521-69714-9.
El título del libro alude a la célebre y reeditadísima
obra de E. H. Carr ¿Qué es la Historia?
(publicada en español por Ariel). Los dos textos, el de Carr y el de Grafton,
son las versiones escritas de las conferencias que sus autores pronunciaron con
ocasión de las Trevelyan Lectures de
la Universidad de Cambridge en 1961 y 2005, respectivamente. El acto de
homenaje de Grafton hacia Carr traza entre los libros de ambos una línea de
analogías, entre las cuales no es la menor su inteligente capacidad para
interesar a un público general y para fascinar a los especialistas
simultáneamente. Y, a juzgar por la acogida de otras obras anteriores de
Grafton, como The Footnote: A Curious
History, Leon Battista Alberti:
Master Builder of the Italian Renaissance, Christianity and the Transformation of the Book o Falsarios y críticos: Creatividad e
impostura en la tradición occidental –el único disponible en español, en la
colección Letras de Humanidad de la Editorial Crítica-, es más que previsible
que este What was history? esté
llamado a convertirse en referencia para los estudios de la historiografía
renacentista europea.
El libro se divide en cuatro capítulos, y a lo largo
de ellos el autor va dando cuenta de la tradición europea de las artes historicae, surgidas a finales del
siglo XV, puestas en entredicho hacia finales del XVII y empezadas a olvidar en
el XVIII. Al autor le interesa especialmente investigar cómo y por qué, después
de dos siglos de encendidos debates sobre el método historiográfico, el asunto
pierde interés y acaba por desvanecerse. La obra no sigue estrictamente un
orden cronológico, sino más bien temático. Así, el primer capítulo, titulado
“Historical criticism in early modern Europe”, subdividido en tres partes
diferenciadas, presenta como hilo conductor las investigaciones de Grafton en
torno a la crítica altomoderna sobre el historiador clásico Quinto Curcio Rufo.
La primera parte se dedica a describir el panorama de las discusiones
historiográficas en los albores de la época ilustrada. Tomando como punto de
partida las agrias luchas que a caballo entre los siglos XVII y XVIII
mantuvieron Jean Le Clerc y Jacob Perizonius a propósito de Quinto Curcio,
Grafton repasa los gustos humanistas en materia de historia, y en especial la
predilección por Curcio hasta el momento en que Le Clerc pone al descubierto
los errores de tan admirado modelo. Con voz indiscutiblemente moderna Le Clerc
se separa conscientemente de una tradición secular que vinculaba la escritura
de la historia al arte de la retórica, mientras que su adversario Perizonius
representaba la pervivencia de dicha tradición. Grafton repasa los términos
concretos de la disputa e investiga los orígenes y las posibles fuentes de las
críticas de Le Clerc a Quinto Curcio, lo que le da oportunidad de repasar la
evolución de las artes historicae desde
sus orígenes a finales del siglo XV: Pontano, Robortello, Milieu, Bodin,
Patrizi, Reineck, Boudouin, Aconcio, Melchor Cano, Chytraeus o Vossius son
autores cuyas teorías historiográficas Grafton revisa brevemente, mostrando la
filiación retórica de la mayoría de ellas.
La segunda parte del capítulo primero trata el tema
de las oraciones intercaladas en la narración histórica, piedra de toque –por
su artificialidad– de la posición de los historiógrafos e historiadores con
respecto a la retórica. Grafton repasa algunos de los tratadistas que discuten
el asunto, y menciona los argumentos de éstos a favor o en contra, sobre todo
los que descansan sobre la base del decorum.
Debe recordarse al respecto que una de las críticas más contundentes de Le
Clerc a Quinto Curcio sería justamente la que ataca la falta de decoro y
verosimilitud de los discursos insertados en sus historias, a pesar de que
dichos discursos –o tal vez por ello- fueran modelos acabados de oratoria, muy
del gusto de los lectores.
El primer capítulo se cierra precisamente, en su
tercera parte, con una vuelta atrás en el tiempo para explicar la consideración
de que Curcio había gozado en el Quattrocento italiano. Para ello Grafton
repasa el De politia litteraria de
Angelo Decembrio como cifra de una postura historiográfica ya alerta a la
distinción entre las cosas y las palabras, entre los hechos y los textos. En
este contexto la lectura de Curcio aparece como problemática, por la abundancia
de contradicciones presentes en el texto y por su falta de verosimilitud,
errores en cuyo origen está la formación retórica –no histórica– de Curcio. Los
humanistas del XV, pues, empiezan ya a hacerse preguntas acerca de la historia
con enfoques nuevos. La historia de la historiografía del período, así, se presenta
como una historia compleja e indirecta, que da dos pasos adelante y uno atrás,
en esta conflictiva relación entre retórica e historia.
El título del capítulo segundo, “The origins of the ars historica: a question mal posée?”,
formula una pregunta –que el texto no responde expresamente– que revela el
escepticismo del autor con respecto a las maneras tradicionales de enfocar el
tema de la tradición historiográfica. Grafton subraya en primer lugar la
necesidad de fijarse en las diferencias en las tradiciones nacionales: así, las
artes historicae italianas se
caracterizarían por su enfoque pedagógico y por su definición de la historia
como un género con sus propias reglas y modelos, y por su declarada finalidad
de enseñar a componer narraciones históricas; mientras que, por otro lado, los
tratados franceses y alemanes se ocuparían más de cómo dar cuenta, desde el
punto de vista del lector, de las diferentes formas que la narración histórica
presenta. Para ejemplificar este último enfoque, el capítulo se centra en la
figura de François Baudouin, cuyas obras históricas e historiográficas suponen
sin duda un desvío y una novedad con respecto a las artes italianas, por cuanto analizan la historia en su relación con
el derecho y la jurisprudencia. A Baudouin, jurista de profesión, le interesa
demostrar, en la línea de Alciato y Budé, que el Corpus iuris romano no es un conjunto de principios atemporal y
válido igualmente para antiguos y modernos, sino que debe ser interpretado
según su contexto histórico. Es en este punto en el que Baudouin acude en ayuda
de autoridades historiográficas, principalmente Polibio y Tácito, pero también
Cicerón. Grafton examina con detalle el diálogo que Baudouin establece con
ellos y el uso que hace de sus textos, y asimismo rastrea las conexiones que lo
ligan a otros humanistas, como Petrarca o Poggio Bracciolini, sobre todo en lo
que se refiere a la importancia concedida a los libros (y no sólo a los textos)
y a otros objetos testigos del pasado. Sin llegar a poder considerarse un anticuario
al cien por cien, Baudouin comparte parcialmente esa manera de entender la
historia, que poco a poco irá infiltrándose en los manuscritos y ediciones de
los historiadores antiguos.
El resto del capítulo explica, a través de ejemplos
concretos, esta tendencia de Baudouin a acercarse a los viejos métodos
anticuarios en combinación con las nuevas fuentes escritas, sin olvidar nunca
los instrumentos de la filología en su aspiración de conseguir una historia integra. Es precisamente al
problema de cómo enfrentarse a las fuentes antiguas –que los humanistas del XV
habían despachado de manera poco convincente- al que Baudouin ofrece respuestas
novedosas. En primer lugar, para la discriminación entre las distintas fuentes
antiguas no se puede acudir únicamente a soluciones jurídicas, sino que
conviene estar entrenado con los instrumentos eruditos, filológicos y
anticuarios. En segundo lugar, la historia
integra reclamada por Baudouin debe ir más allá de la narración de batallas
y estrategias políticas y abarcar también la historia de la Iglesia, pero no a
base de listas de papas, prelados o herejías, sino con descripciones de
ceremonias, disciplina, orden y gobierno de la Iglesia, y ello porque la
historia eclesiástica, tal como se había practicado en la Antigüedad tardía y
durante la Edad Media, constituía en cierto modo la forma más rica de enfoque
historiográfico, con su enorme cantidad de espacio dedicado a la documentación.
En tercer lugar, Baudouin anima a los historiadores a abrir su campo de estudio
más allá de la historia europea latina o bizantina, e incluso señala archivos
–como el de París o el Vaticano- donde podían encontrar abundante material
relacionado con otros pueblos: germanos, francos, sajones y otros bárbaros, así
como sarracenos o turcos.
La importancia de esta historia no europea, así como
las reflexiones sobre el interés de la tradición oral, llevan a Baudouin a
formular un último recurso historiográfico o instrumento para la consecución de
la historia integra: los libros de
viaje. Gracias a los viajeros anticuarios de los siglos XVI y XVII es posible
acercarse al conocimiento de esos otros pueblos. La historia y el viaje erudito
se hermanan, y Grafton señala estas semejanzas incluso desde el punto de vista
de la preceptiva, pues los manuales para viajeros y las artes historicae tienen en común el advertir al usuario sobre cómo
manejarse de manera inteligente con la información a su alcance.
El tercer capítulo lleva por título “Method and
madness in the ars historica: three
case studies”, y en él el autor, tomando como lema el consejo de E. H. Carr de
que antes de conocer los hechos presentados en una historia es preciso conocer
al historiador, se asoma a la práctica historiográfica de tres tratadistas,
Francesco Patrizi, Reiner Reineck y Jean Bodin. En opinión de Grafton los tres
tienen en común el ser esmerados escritores y eruditos de excepcional
originalidad, y a través de ellos a Grafton le interesa mostrar cómo el ars historica, en manos de ciertos
individuos, avanza de determinada manera o encuentra significados precisos en
la época del tardo humanismo. El capítulo resume el contenido y las
implicaciones de los tratados de los tres autores, en un intento de demostrar
cómo las artes historicae no
sirvieron sólo como espacio de reflexión intelectual, sino como chispa para su
estímulo. El uso que de ellas hicieron profesores, hombres de estado o
cortesanos revela hasta qué punto llegaron a tener una posición central en esa
aspiración, tan propia de mediados del siglo XVI, de ordenar y comprender el
mundo.
En los diez diálogos Della historia (1560), el propio Patrizi se encarna en una figura
socrática a la que algunos jóvenes estudiosos le van planteando diversas
cuestiones, y así tiene la oportunidad de explicar, entre otras, su noción de historia
desde el punto de vista del teórico, del erudito, del anticuario y del
filósofo, casi a la manera de Baudouin. Destaca entre todos, por su
originalidad, el diálogo quinto, que argumenta convincentemente en contra de la
credibilidad de la historia, en una línea escéptica que se desarrollará sobre
todo en el siglo XVII. A diferencia de los cinco primeros diálogos, los cinco
últimos dejan de lado dicho escepticismo para presentar argumentos más
positivos. En conjunto, es necesario valorar el fundamental papel que, según
Grafton, desempeñó el tratado en el éxito de las artes historicae.
En contraste con la figura de Patrizi aparece la de
Reineck, que llevó una pacífica existencia en la protestante Alemania
septentrional. Sus obras historiográficas, Oratio
(1580) y Methodus (1583), parten,
como las de Baudouin, del rechazo de las fabulaciones en determinados relatos
históricos y, también como él, propone unos métodos de conocimiento y escritura
de la historia basados en su propia experiencia como investigador. La
concepción de Reineck de la finalidad de la historia se explica no como un tipo
de instrucción pragmática a la manera de Polibio y otros, sino como la búsqueda
de los hechos a través de la genealogía. Así, la historia debería escribirse en
forma de tablas genealógicas que explicaran la historia de los gobernantes,
familia a familia. Dicha visión tabular del pasado estaría quizás empapada de
la moda genealógica de mediados de siglo, que había producido genealogías
fantasiosas por todo el continente. Reineck las lee con ojo crítico y sus
opiniones sobre la búsqueda de pruebas son tranquilizadoras, aunque su última
meta siga siendo la de limpiar la genealogía de mentiras y colocarla en el
centro de la historia.
El tercer historiógrafo analizado es Jean Bodin,
cuya Methodus ad facilem historiam
cognitionem (1566) habría de difundirse y debatirse por todo el continente.
El tratado alberga un ingente cúmulo de informaciones dispares, tomadas de
fuentes antiguas y modernas. Bodin diseña un tipo de crítica histórica capaz de
ofrecer reglas precisas para el conocimiento y la evaluación de los
historiadores antiguos, y lo hace señalando la necesidad de atender tanto a las
fuentes secundarias como a las primarias, lo que, a decir de muchos estudiosos,
constituye un rasgo de modernidad. La obra combina fragmentos brillantes con
otros que inducen a la perplejidad, y entre sus méritos Grafton ve cómo muestra
de manera espléndida el potencial que supone combinar el arte histórica con las
artes del viaje –lo que convierte al libro en una especie de compendio
cosmográfico-, o cómo es capaz de reevaluar y reconfigurar la idea de tiempo.
En cualquier caso, el gran impacto que la Methodus
produjo en los intelectuales europeos tuvo que ver, a decir de Grafton, con su
visión de la historia alejada de interpretaciones religiosas – a diferencia de
la mayoría de los historiadores, que veían en el diseño de la historia la mano
divina-, y también con las posibilidades que ofrecía a los intelectuales de
moverse con facilidad en medio de su erudición, ciencia y filosofía. El
capítulo se cierra con la exposición de algunos de estos intelectuales que se
vieron afectados por Bodin, como Girolamo Cardamo y Michel de Montaigne.
El último capítulo trata sobre el fin de esta
tradición historiográfica, tal como reza su título, “Death of a genre”. A pesar
de que no es fácil determinar una fecha, un nombre, una obra, que se puedan
asociar unívocamente a la terminación del género, sí que es factible observar
dos tipos de razones que contribuyeron a ella, unas internas a la propia
tradición, otras, externas. Por una parte, observa Grafton, el ars historica lleva dentro de sí el
germen de su propio final: tratadistas como Patrizi, Baudouin o Bodin, en su
afán de formar lectores críticos capaces de aprehender la inmensa variedad del
mundo conocido, acababan por socavar la autoridad de los historiógrafos
tradicionales. El lector experto debía proceder con orden y método en su
lectura de los historiadores para al final poder sacar de ellos consejos prácticos
aplicables a su propio contexto. Pero esta tarea no se dejaba aplicar con
facilidad: incluso el propio Lipsio admite no encontrar todo lo que necesita en
Tácito. Uno de los ejercicios más comunes en la tradición retórica, la
confección de cuadernos de loci communes,
era el sistema que recomendaban historiógrafos como el alemán David Chytraeus,
o el propio Bodin, para la lectura de Heródoto o de Tucídides, pero la puesta
en práctica de sententiae, exempla, consejos y todo tipo de dichos
memorables, era asunto mucho más complejo. Pero mientras que algunos
aconsejaban la confección de listas, otros, como Bodin, animaban al estudiante
a leer de manera crítica los textos, sus contextos y el mundo que veía
alrededor. El método, sin embargo, adolece, como la propia práctica de Bodin
muestra, de una gran inestabilidad. Autores como Bartholomäus Keckerman,
entonces, empiezan a aconsejar el abandono del estudio de la historia como
fuente de instrucción en favor del estudio de la política. Así es como el
edificio empieza a resquebrajarse desde dentro.
Desde fuera, por otro lado, la debilidad empieza a
producirse desde varios frentes. El primero, el cambio de función del relato de
viaje. Queda dicho que el relato de viaje se consideraba un aliado
indispensable para el historiador. Y sin embargo los lectores, siguiendo el
consejo de encaminarse a la política más que a la historia, comienzan a
examinar los relatos de viaje en relación a aquélla más que en relación a ésta.
Por otra parte, con la intervención de los métodos de la erudición anticuaria,
la historia política terminará por convertirse en una vasta sucesión de
prácticas narrativas, totalmente diferentes unas de otras. Los libros de
historia, entonces, llegan a concebirse –tal como muestra la Historia natural y moral de las Indias
de José de Acosta- como relatos que beben de fuentes autóctonas, al menos de
manera indirecta, que combinan la historia humana en su contexto geográfico y
que atienden por igual a las historias de Dios y a las de los hombres. Junto a estas
grandes obras históricas seguía circulando una multitud de opúsculos y
panfletos cuyo objeto era la historia de batallas, la descripción de monstruos
y los comentarios sobre la vida privada de los grandes del mundo. El lector se
veía ante una amplia serie de géneros históricos que las artes no habían previsto y que, dicho sea de paso, fueron
prohibidos por la Iglesia. Hacia el último cuarto del siglo XVII las disputas
históricas parecían más conversaciones de salón que de biblioteca y las artes historicae se veían como algo del
pasado, demasiado tradicionales y serias para contener las intensas disputas
del momento. Y, en fin, la puesta en entredicho de los presupuestos cristianos
acerca del pasado y la revisión de los primeros historiadores latinos como
forjadores de fantasías, contribuyeron aún más al derrumbe del edificio. No es
de extrañar, entonces, que poco antes del cambio del siglo eruditos alemanes
como Johann Eisenhart o Wilhelm Bierling empezaran a preguntarse por la
credibilidad de la historia. Las artes no desaparecieron del todo y algunas
siguieron publicándose, pero las lecciones de la historia ya no servían a fines
morales y políticos, sino puramente intelectuales.
El comentario recién expuesto de los capítulos no
debe llevar a la idea de que estamos ante una antología de cuatro ensayos
inconexos. Si bien los cuatro trabajos tocan temas independientes y pueden ser
leídos cada uno por sí mismo, lo cierto es que su lectura conjunta resulta más
provechosa que la suma de sus posibles lecturas individuales. El análisis de
los case studies (estrategia de
investigación favorita de Grafton) que se presentan ofrece el panorama
historiográfico global en toda su complejidad, mientras que tal vez un estudio
más ordenado y sistemático no llegaría a dar cuenta de ese carácter múltiple y
problemático. Grafton se las arregla para esquivar los peligros de
generalización que a veces se observan en la investigación de casos
particulares porque su enorme –y amena y poco ostentosa- erudición le permite
ir llenando huecos y usando ejemplos contrarios cuando viene al caso. La
selección de los autores tratados refleja su visión de la tratadística
historiográfica, con unos cuantos nombres que colaboran al advancement of learning y sobresalen en un panorama más gris y
homogéneo de tratados de corte retórico, cuyas diferencias, sin embargo,
minimiza –en mi opinión- con un punto de ligereza.
De hecho, el estudio atento de dichos tratados (y no
sólo los italianos, que son los que menciona Grafton) que, recordemos, constituyen
la masa del arte histórica –los casos estudiados por él serían las
excepciones-, revela, sin embargo, para quien quiera leerlos, que en medio de
esa aparente uniformidad pueden hallarse notables diferencias. Por ejemplo, no
todos los autores se enfrentan de igual manera al problema de la verdad
histórica, que unos despachan con la cita ciceroniana al uso, pero en el que
otros profundizan con instrumentos filosóficos –caso de Fox Morcillo-. Varía
asimismo el punto de partida para la discusión acerca de la historia: en unos
será la equiparación entre historia y poesía –como en Pontano- mientras que en
otros será una cuestión de utilitas
–Fox y otros-. Incluso en materia de oraciones intercaladas no todos dicen lo
mismo: Speroni las rechaza por espúreas, a la manera de Patrizi; para La
Popelinière forman parte de la “sustancia” de la historia; en Foglietta ocupan
la mitad del tratado; los educadores jesuitas, como Mascardi o Le Moyne, dan
consejos prácticos acerca de su utilización. Los ejemplos de diferencias
podrían multiplicarse, pero lo dicho bastará como muestra de que la uniformidad
entre los tratadistas de que habla Grafton es sólo aparente. El asunto
invitaría a plantearse la validez de la estrategia heurística en la selección
del material de estudio, que, al atender más a los casos excepcionales que a
los regulares, corre el riesgo de esbozar cuidadosas miniaturas –al menos en lo
que se refiere a la caracterización genérica de la gran masa de la producción
historiográfica-, para hacer resaltar algunos detalles a costa de homogeneizar
demasiado el panorama de fondo.
El empleo de materiales complementarios es parte de
esa útil erudición de primera mano que la obra brinda en abundancia, no ya por
el recurso constante a fuentes primarias –importantes y menos- ni por la
cuidada selección de la bibliografía secundaria, sino también por la muy
oportuna inclusión de anécdotas y por dejar que nos asomemos –a veces de manera
literal gracias a la inserción de una docena de láminas- a la práctica de la
lectura y recepción de los textos historiográficos renacentistas a través de
los comentarios que algunos lectores han ido dejando en los textos a lo largo
de los siglos en forma de anotaciones manuscritas (Grafton maneja libri annotati procedentes de una decena
de bibliotecas europeas). Como sabemos, el estudio de la erudición y la
filología de época humanista es otro de los campos en los que descuellan los
trabajos de Grafton. Su propia práctica, así, refleja esa combinación del
historiógrafo y el erudito que él se empeña en estudiar –y en animar a
estudiar- en figuras como las de Patrizi o Baudouin.
Desde las propuestas, ya añosas, de Girolamo
Cotroneo (I tratattisti dell’ars
historica) y Eckhard Kessler (Theoretiker
humanistischer Geschischtsschreibung), publicadas ambas en 1971, no se
habían editado estudios de conjunto sobre la historiografía altomoderna, así
que los interesados no dudarán en dar la bienvenida al libro de Anthony
Grafton, Henry Putnam University
Professor of History de la Universidad de Princeton, que cuenta como mérito
no menor el resucitar el debate sobre la historiografía renacentista, el
renovar el campo de estudios y el estimular su continuación con nuevas
herramientas teóricas y metodológicas. Eso y la insuperable capacidad de
escribir un ensayo académico con un estilo refrescantemente poco académico será
algo que sus lectores sabrán apreciar y agradecer.