Victoria Pineda
(Universidad de Extremadura)
Verdad, ficción y estrategias narrativas: nuevas
perspectivas historiográficas
Dos estudios publicados en
Italia –en 2006 y 2007- vienen a reactivar el interés en el campo
historiográfico por una cuestión de antigua raigambre clásica: cómo dar cuenta
de la verdad en la escritura de la historia. En el marco de los debates de las
últimas décadas acerca de la consideración de las estructuras narrativas
históricas como paralelas a las estructuras narrativas ficcionales, las dos
obras que aquí presentamos, aun partiendo de presupuestos muy diferentes,
ofrecen lo que en mi opinión serían las dos caras de una misma moneda. Por una
parte, desde el lado del historiador, el empeño es el de demostrar que el
asunto de la verdad, lejos de ser accesorio, es el requisito imprescindible de
toda escritura histórica, incluso en la certeza de que en esa búsqueda pueden
deslizarse, y de hecho se deslizan, retazos de mentira o de ficción. Por el
otro lado, desde el punto de vista de los estudiosos del discurso, el objetivo
es el de investigar cómo las estrategias narrativas de la escritura de la
historia comparten rasgos esenciales con las de la escritura de ficción. No son
dos posturas irreconciliables, sino complementarias: parece claro que la
búsqueda de la verdad no es incompatible con el uso de determinados artificios
narrativos que la expresen del modo más certero posible. En las páginas que
siguen examinaré los que considero los rasgos más sobresalientes de ambas
publicaciones, sin perder de vista el hecho de que tanto quien esto escribe
como la sede en que aparece este comentario se hallan más ligados al estudio
del discurso que a la investigación histórica.
1. Carlo Ginzburg, Il filo e le
tracce. Vero falso finto, Milán: Feltrinelli, 2006, 340 pp. ISBN:
88-07-10395-8.
Los trabajos que componen el
libro de Carlo Ginzburg, dieciséis en número, son en su mayoría ampliaciones o
reescrituras de ensayos publicados en los últimos veinte años. A pesar de lo
heterogéneo de las épocas y los temas estudiados, es posible percibir pequeñas
unidades que delatan las preferencias de investigación del autor, ya sea en
cuanto a motivos temáticos o en cuanto a autores comentados: la historia de los
judíos, los procesos de brujería, Auerbach, Stendhal. Pero lo que da mayor
unidad al grupo de piezas es el nuevo revestimiento, que las ofrece juntas
precisamente para resaltar lo que de común hay en ellas, es decir, el propio
modo de hacer historia de su autor.
Ginzburg es un grandísimo
historiador, pero también es, paralelamente, un grandísimo historiógrafo. Su
preocupación por los métodos historiográficos –por los de la investigación pero
especialmente por los de la expresión y comunicación de sus resultados-, que ha
estado presente en su obra desde los comienzos, se ha vuelto central en los
últimos lustros. La oportunidad y novedad de este libro reside, entonces, no
sólo en la presentación de datos o historias (por otra parte, ya publicados,
como se ha dicho), sino sobre todo en cómo la propia recopilación de los
trabajos y el marco desde el que se ofrecen dejan al descubierto una muy
trabajada propuesta metodológica. La metáfora que da título al libro vendría a
sintetizar esa propuesta. El “hilo” es el de la historia, o mejor dicho, el
“del racconto, che ci aiuta a orientarci nel labirinto della realtà” (p. 7),
mientras que las “huellas” (aunque las resonancias derridianas del término
seguramente no son buscadas, quién sabe si el propio Ginzburg no sería capaz de
hallar algunos nexos entre ambos) son las que utiliza el historiador para con
ellas levantar su narración. La historia como construcción a posteriori, como narración tejida –o hilada- a base de unas
huellas cuyo significado sólo se revela cuando el historiador les da sentido:
he ahí, a mi juicio, la primera lección primordial de Ginzburg. La segunda es
la capacidad de combinar la anterior con una voluntad explícita de no reducir
la historia a su dimensión textual y de no privarla de su valor cognoscitivo.
La dedicatoria del primer
ensayo, enderezada a Arnaldo Momigliano –uno de los más conspicuos críticos a
la postura “escéptica” de Hayden White y otros, que no ven fronteras entre la
narración histórica y la narración ficcional- repite de algún modo el
manifiesto programático recogido en la introducción al volumen. En esas páginas
liminares Ginzburg confiesa abiertamente que la orientación de las
investigaciones propuestas en el libro le fue dictada por la necesidad de
“aprender del enemigo” (i.e., del “escepticismo postmoderno”) para poder confrontarlo
de manera más eficaz. El objetivo de Ginzburg es, pues, el de devolver a la
historia el carácter científico que le es propio. Su crítica no niega el
componente subjetivo de las narraciones históricas, ni tampoco su carácter de
construcción textual, sino las “conclusiones radicales” (p. 9) que se han
derivado de esos factores. Desde esa perspectiva, la técnica de trabajo de
Ginzburg consiste en la elección de “casos” –más que “ejemplos” o
“ilustraciones”- que puedan ayudar a comprender las relaciones entre narración
histórica y narración ficcional. Son casos que “pongono una domanda senza
fornire la risposta, segnalando una difficoltà irrisolta” (p. 11).
A los conceptos de verdad y
ficción Ginzbug quiere adjuntar un tercero, el de falsedad, tal como enuncia el
subtítulo del volumen. Lo falso, lo no auténtico, se distingue de lo ficticio
en que es dado y recibido como verdadero. Investigar leyendas falsas,
documentos falsos o falsos acontecimientos –inevitables en esta actividad, como
casi en cualquier otra- requiere actitudes y estrategias diversas a las que se
necesitan para estudiar documentos y acontecimientos verdaderos. Las
implicaciones que este nuevo elemento añade al campo tienen que ver con los
juegos que se producen entre la verdad y la mentira, en los que, por tanto, el
concepto de realidad –y no sólo su representación textual- cobra un significado
especialmente relevante.
Este libro es, pues, madurado
fruto de la corriente de los microhistoriadores, que, desde hace unos treinta
años y originalmente desde Italia (los nombres del propio Ginzburg y los de
Giovanni Levi o Simona Cerutti vienen a la mente), proponen un tipo de
narración histórica de corte intelectual o cultural que cuenta por menudo
aquellos episodios del pasado que, por su carácter intrascendente, marginal o
demasiado cotidiano, pasarían inadvertidos para otros historiadores de miras
más generales. Esos episodios, interpretados “a escala” y en su debido
“contexto” (término clave para los microhistoriadores), se convierten entonces
en la cifra del pensamiento, las costumbres o la ideología de toda una
comunidad en un momento dado. He hablado de “corriente” y no de “escuela”
porque, entre otras cosas, el gupo carece de textos programáticos. No es
difícil, sin embargo, reconocer en los microhistoriadores una serie de
presupuestos comunes, además del cambio de escala mencionado. Sin duda el más
importante es la postura anti-relativista (como se ha mencionado, ellos
consideran que autores como Michel de Certeau o Hayden White –representantes de
una suerte de neo-pirronismo contemporáneo- relativizan
el trabajo del historiador al considerar a la historia como una actividad
eminentemente retórica), que ha dado lugar a los debates epistemológicos más
fructíferos de las últimas décadas dentro del ámbito historiográfico. Sin
embargo, lo atractivo (para mí) de estos trabajos se halla –y ésta sería otra
característica distintiva- en la admisión explícita de la importancia de los
recursos de la narración, de los procedimientos de la escritura histórica, que
se convierten asimismo, y en paralelo con los hechos o documentos estudiados,
en objeto de reflexión.
A falta de manifiestos, las
obras de los propios autores, como demuestra ésta de Ginzburg, se constituyen
en modelos prácticos y en repositorio de sistematizaciones y reflexiones
teóricas. Comentaré algunas instancias. Tomemos, para empezar, el capítulo
primero, “Descrizione e citazione”. En él Ginzburg examina las implicaciones
que para la escritura de la historia tuvieron en los siglos XVI y XVII el
concepto retórico de enargeia
(simplificando, ‘vividez en la descripción’) y aquellos usos tipográficos cuyo
cometido era el de aislar del contexto general determinados textos parciales y
convertirlos en citas. Las conexiones entre descripción y cita se llevan a
cabo, con necesaria y ajustada erudición, proponiendo finas lecturas de las
preceptivas historiográficas (Robortello, Speroni, Mascardi), y examinando el
contexto intelectual de la escritura histórica de la época (como el debate
entre historiadores católicos y reformistas, a la sombra de los autores
paganos). El vínculo que Ginzburg traza entre ambos conceptos –que en
apariencia nada tienen que ver el uno con el otro- nos ayuda a entender algunas
de las estrategias que los historiadores emplean para representar la verdad: la
enargeia, la capacidad de “poner ante
los ojos” –como decían los antiguos rétores- la acción o el objeto descritos,
sustituye al testimonio ocular, reproduciendo sus experiencias; y
paralelamente, la cita constituye asimismo un testimonio que, proveniente de
otros textos o documentos, viene a insertarse en el tejido de la narración
histórica.
La mayoría de los capítulos del
libro nos sirven para comprobar el procedimiento de la investigación
microhistórica, y nos revelan que, por minúsculo que parezca el objeto de
estudio, la mirada del historiador, si ha de comprender dicho objeto
adecuadamente, se levantará y abarcará regiones amplias e insospechadas. El
análisis de un ensayo de Montaigne sobre los caníbales del Brasil (capítulo 3)
lo ilustra. El punto de llegada es la conclusión de Montaigne de lo inadecuado
de considerar “bárbaros” a aquellos indígenas, primero, por pertenecer a una
comunidad diferente a “la nuestra”, con sus propios usos; segundo, porque,
confrontándolos “con las reglas de la razón”, “nosotros” superamos en barbarie
a los indios; y tercero, porque “ellos” permanecen aún en vivo contacto con la
naturaleza y sus leyes. Pero para alcanzar esa conclusión en la interpretación
del ensayo, Ginzburg ha delineado un itinerario intelectual que aclara la
elección de Montaigne del tema de los caníbales, y en el que serían etapas
principales el contexto del llamado manierismo (por más que el término esté hoy
superado) y la prevalencia del “estilo rústico”; la atención de Montaigne hacia
los detalles y hacia lo exótico, lo novedoso o lo curioso; las Noctes Atticae de Aulo Gelio como
probable modelo de los Essais; o la
circulación de varios retratos iconográficos y verbales de algunos jefes
indígenas americanos.
Una fascinante indagación
(capítulo 8) sobre las fronteras entre ficción e historia, sobre la distinción
entre hechos e imaginación, sobre lo que es posible verificar y lo que no, e
incluso sobre “ciò che di fatto accade e ciò che vorremmo accadesse” (p. 155,
citando a Eric Hobsbawm, otro de los debeladores del escepticismo histórico,
aunque desde posiciones distintas a las de Ginzburg), es la búsqueda de la
identidad de un Israel Bertuccio, personaje al que Julien Sorel, el
protagonista de Le Rouge et le noir,
conoce gracias a la obra teatral de Casimir Delavigne Marino Faliero. El propósito de Ginzburg es el de demostrar por qué
Sorel –no lo olvidemos, un personaje de ficción- se identifica con Bertuccio
–personaje al parecer histórico-. Ginzburg examina las connotaciones sociales
que la obra de Delavigne habría tenido en su época y confronta al personaje del
drama con su modelo, sacado del Marino
Faliero de Byron. Stendhal, según interpreta Ginzburg, alude implícitamente
–a través de Delavigne- a Byron, que es quien verdaderamente le interesa.
Stendhal conocía y estimaba a Byron y se había interesado por su Marino Faliero, obra en la que se narran
los acontecimientos de la conjura aristocrática que tuvo lugar en Venecia en
1355. Ginzburg recorre el camino que las huellas que el nombre de Israel
Bertuccio ha ido dejando a lo largo del tiempo (Bertucci Israello, Bertucci
Isarello, Bertucium Israelo, Bertuccius Israel –oscilación que implica la nada
banal cuestión de si se trata de un judío o no-), sin renunciar a servirse de
los que podrían considerarse dominios de la historia literaria (Shakespeare y
Byron, o las fuentes –históricas- de la obra) y de la transmisión de los textos
(la censura en un ejemplar concreto de la tragedia de Byron, el éxito de la pieza).
El paso de una novela a una obra de teatro –mejor dicho, a dos-, y de ella a
varias crónicas, a través de un zigzagueante recorrido por el pasado, nos llama
la atención sobre cómo, ya que es importante “distinguere tra realtà e
finzione, dobbiamo imparare a riconoscere quando l’una s’intreccia all’altra”
(p. 166).
Me referiré más extensamente,
por último, al capítulo hace el número trece, “Microstoria: due o tre cose che
so di lei”, que es el más largo y el más abiertamente auto-reflexivo del
conjunto. En él, Ginzburg, que dice querer dibujar un autorretrato,
reconstruye, con elegante erudición, tanto el recorrido del término
“microstoria”, como las características específicas de la corriente
microhistórica italiana. En la primera parte del capítulo se analizan los
nombres y las obras de George R. Stewart (Pickett’s
Charge. A Microhistory of the Final Charge at Gettysburg, July 3, 1863,
1959), Luis González y González (Pueblo
en vilo. Microhistoria de San José de Gracia, 1968), Fernand Braudel
(introducción al Traité de sociologie
de Georges Gurvitch, 1958, en el que habla de “microhistoire” como sinónimo de histoire événementielle), Raymond
Queneau (Les fleurs bleues, 1965),
Siegfried Kracauer (History. The Last
Things before the Last, 1969), Primo Levi (Il sistema periodico, 1975) y Richard Cobb (“Zaharoff lecture”,
1976), cuyos usos de la palabra quedan explicitados, tanto por lo que se
refiere a cada autor individualmente como por la función que esos usos han
tenido en el desarrollo de un todo más amplio.
La segunda parte del estudio
define la tarea de la microhistoriografía italiana, así como sus principales
propiedades. El arranque del movimiento, a finales de los años setenta del
siglo XX, que coincide con el resquebrajamiento de la escuela francesa de los Anales,
parte de un deseo de determinados historiadores italianos de rechazar el
“etnocentrismo e [la] teleologia che caratterizzavano [...] la storiografia”
(p. 253) que les había sido transmitida desde el siglo XIX. Pero, a diferencia
de François Furet y otros historiadores franceses, que querían también superar
la nouvelle histoire, vigente desde
después de la segunda Guerra Mundial, los microhistoriadores italianos
renuncian explícitamente a un objeto de estudio serializado (casi imposible
para la historia antigua y muy difícil para la medieval), que excluye la
historia de las ideas y la historia política y sólo permite el análisis de
elementos no sólo homogéneos (desechando así el estudio de lo particular, de lo
anómalo), sino también distorsionados (los documentos, por definición, son
producidos por el poder). De ahí que la estrategia de investigación elegida sea
“l’analisi ravvicinata” (p. 254), que Ginzburg explica así: “Ridurre la scala
di osservazione voleva dire trasformare in un libro quella che, per un altro
studioso, avrebbe potuto essere una semplice nota a piè di pagina” (p. 255).
Las reflexiones autobiográficas
contenidas en el capítulo nos conducen inevitablemente a la cuestión de la
“narración”, puesto que la tarea del microhistoriador no se limita a
reconstruir un episodio individual sino que además debe contarlo. Guerra y paz, la novela de Tolstói,
parece haber sido uno de los estímulos de la tendencia a escribir la historia
teniendo en cuenta a todos los que participan en ella; y los Exercices de style de Queneau, un lugar
de reflexión sobre las posibilidades y los límites de la narración. Ginzburg
insiste en desligar la idea del narrador histórico de ese otro narrador
omnisciente de la novela realista, pues, como él mismo recuerda, ésa es solo
una de las muchas posibilidades, “come i lettori di Marcel Proust, di Virginia
Woolf, di Robert Musil sanno” (p. 256). Así, Ginzburg, al evocar el proceso de
escritura de Il formaggio e i vermi (1976)
–como se sabe, uno de los primeros y más exitosos libros del autor-, recuerda
cómo se dio cuenta de que “gli ostacoli frapposti alla ricerca erano elementi
costitutivi della documentazione, e quindi dovevano diventare parte del
racconto [...] In questo modo le ipotesi, i dubbi, le incertezze diventavano parte
della narrazione” (p. 256). La microstoria, entonces, acepta los límites y
explora sus implicaciones gnoseológicas para transformarlas en un elemento
narrativo (p. 262).
El capítulo concluye con la
enésima crítica a otro representante de las posiciones escépticas, en este caso
el teórico de la historiografía Franklin Rudolf Ankersmit, por considerar a la
microhistoria como una historia de fragmentos inconexos en el que análisis a
escala se hace a costa de consideraciones generales. En realidad, según se dijo
más arriba, la noción de “contexto” es básica para los microhistoriadores, como
Ginzburg deja claro en estas páginas. Por otro lado, es imprescindible no
olvidar que los practicantes de la microhistoria son muy conscientes de que
todas las fases que constituyen la investigación son construidas y no dadas:
“l’identificazione dell’oggetto e della sua rilevanza; l’elaborazione delle
categorie attraverso cui viene analizzato; i criteri di prova; i moduli
stilistici e narrativi attraverso cui i resultati vengono trasmessi ai lettori”
(p. 266).
La portada del volumen
reproduce un espléndido trampantojo de los varios que pintó Edwaert (o Evert)
Collier. La pintura representa un tablón de madera enmarcado en el que,
sostenidos mediante tres correas de cuero horizontales que se sujetan con
tachuelas de izquierda a derecha del tablón, se ven diversos objetos, casi
todos materiales de escritura, y varios documentos. El realismo de la imagen,
la coincidencia de los dos marcos –el del tablón representado y el del propio
cuadro-, la familiaridad con que un espectador contemporáneo contemplaría los
objetos allí dispuestos, y la naturaleza de esos mismos objetos (libros,
folletos, almanaques, papeles, cartas, una pluma, lacre) nos hace pensar en las
complejidades de la historia escrita, en la realidad y en la ficción, en la
verdad y la ilusión. Y una errata de la contraportada en la datación de la
fecha del cuadro (1730 en vez de 1703, como leemos claramente dentro de uno de
los documentos reproducidos en la pintura junto al nombre del artista) nos
advierte de que la falsedad o el error están, efectivamente, siempre al acecho.
2. Clizia Carminati y Valentina Nider (eds.), Narrazione e storia tra Italia e Spagna nel Seicento, Trento:
Università degli studi di Trento, 2007, 479 pp., ISBN 88-84-4320-63.
El conjunto de los trece
estudios contenidos en la antología editada por Clizia Carminati y Valentina
Nider da cuenta de las complejas relaciones que mantuvieron en el siglo XVII
distintas formas de discurso, concretamente la escritura histórica y la
narración ficcional, en los ámbitos intelectuales español e italiano. Partiendo
explícitamente de los postulados de Hayden White sobre el estatuto de la obra
histórica como estructura verbal, –y no necesariamente para corroborarlos, sino
para confrontarlos con la idea de “verdad”, eje central de la investigación
histórica-, una de las editoras del volumen explica en la presentación la
necesidad de acercarse al estudio de las conexiones entre historia y ficción en
el ámbito de la cultura europea del siglo XVII, no sólo –parafraseo- por
tratarse de un campo hasta ahora descuidado, sino sobre todo porque éstos son
los años en que la historiografía y la literatura experimentan, delimitándose
recíprocamente, un cambio sustancial en la búsqueda de nuevas relaciones con la
realidad y de sistematizaciones teóricas diferentes a las renacentistas. En
estos orígenes se hallan, además, “le radici di un dibattito vivo ancor oggi”
(Nider, “Presentazione”, p. 7).
El primer mérito del libro es
precisamente la elección del tema (objeto de un proyecto de investigación de la
Universidad de Trento y de unas jornadas de estudio celebradas en octubre del
2006), pues si bien es cierto que la escritura de la historia obedece a unos
códigos retóricos propios, como atestigua la gran cantidad de artes historicae del período, también lo
es que dicha gramática no es exactamente idéntica a la que gobierna la creación
de otros géneros y que, más allá de retóricas y gramáticas, el nudo del asunto
reside en las complicadas relaciones entre verdad y ficción. Se agradece, por
eso, la lectura de páginas como éstas, que entran con éxito en la disección de
cuestiones tan problemáticas. La lectura conjunta de los trece trabajos deja en
evidencia de manera muy nítida estas complejidades, siendo la variedad de los
casos particulares estudiados y la multiplicidad de acercamientos –variedad y
multiplicidad compatibles con la coherencia interna- una de las características
más sobresalientes del volumen. Con todo, es necesario precisar que los
acercamientos a los temas examinados no ocultan el punto de vista de los
autores de los capítulos, que en su mayoría no profesan de historiadores, sino
de estudiosos de la literatura. Por eso no es de extrañar la importancia
concedida a cuestiones como el género, la estructura de las obras o las
estrategias discursivas de que se sirven los escritores analizados.
El ensayo que abre la colección
lleva por título “Historia y ficción en el siglo XVII” y su autor es Carlos
Vaíllo. A pesar de lo genérico del título, el trabajo se circunscribe a las
letras españolas y propone una clasificación, que parte de “afinidades
temáticas y formales”, de “obras historiográficas que se abren a desarrollos
narrativos de tipo novelesco o legendario” (p. 21). En dicha clasificación
tendrían cabida: a) las narraciones hagiográficas, b) las vidas
–contemporáneas, antiguas o bíblicas-, c) las historias y leyendas –en general
o por compartimentos geográficos-, y d) la historia satírica –compuesta por una
sola obra, la Olla podrida a la española
de Marcos Fernández, recientemente dada a conocer por el autor de este
capítulo-. El caudal de información, aun sin ser exhaustivo, es lo
suficientemente abundante como para dar cuenta de la selva de géneros y formas
mixtas que convivían en la época. Como cualquier otra, ésta es una
clasificación legítima, pero habría sido más convincente de haberse acompañado
de una más profunda reflexión teórica que la justificase. Por lo que respecta a
los casos de “novelas que den cabida a una parcela de la historia” (p. 20),
Vaíllo considera que no son lo suficientemente representativos como para ser
analizados, y de hecho considera “impracticable” el estudio “desde la novela a
la historia” (p. 36) y niega la idea de una “novela histórica” en el XVII, por
ser ésta un producto típicamente romántico.
De otra opinión es Clizia
Carminati, la autora de “Narrazione e storia nelle riflessione dei romanzieri
secenteschi”, el capítulo más largo de la colección –pasa de 70 páginas-, en el
que precisamente se defiende la necesidad de estudiar la producción novelística
del siglo XVII como medio para poder llegar a entender cabalmente la llamada
“novela histórica”. A pesar del escollo con que se encuentra el investigador
por la falta de ediciones modernas, Carminati ha sido capaz de delinear un
ajustado panorama de la narrativa que, a caballo entre lo histórico y lo
ficcional, proliferó durante el Seiscientos, y más concretamente, de las
opiniones vertidas por los propios autores (y también ocasionalmente por los
traductores o los editores) en prólogos, dedicatorias, cartas al lector y otros
discursos paratextuales. El análisis se centra en la producción italiana y
francesa, y del conjunto de las lecturas de esos textos se desprende una suerte
de poética de la “ficción histórica”. Indudablemente las relaciones entre lo
verdadero y lo fingido presiden las especulaciones contenidas en dichos textos
programáticos. Como ejemplo paradigmático Carminati examina la circulación de
las obras de Jean-Pierre Camus, pródigo autor no sólo de textos narrativos
ficcionales, sino también, y paralelamente, de cartas liminares. Cuestiones
como la verosimilitud, la moción de afectos, los modelos históricos, la
inclusión de oraciones o conciones en
la narración, el decoro o el uso de sententiae
o exempla, las digresiones, sugen en
varios de los textos estudiados, y la autora, muy oportunamente, las vincula
con las teorías historiográficas del momento, sobre todo las de Mascardi, cuyas
opiniones se difunden profusamente en los últimos años de la década de los
treinta a través de una buena cantidad de prefacios. Lo interesante es que
dichas cuestiones se debaten para el ámbito de la ficción, y no para el de la
historia, de tal manera que la alternativa de Camus es la de construir una narración
literaria que imite a la histórica, pero suplantando la verdad con la ficción.
Giovan Battista Manzini, Sforza Pallavicino, Giovan Francesco Loredan, Luigi
Manzini, Federico Malipiero, Ferrante Pallavicino y Tomaso Tomasi son algunos
de los autores cuyas opiniones recoge el artículo. De especial interés es el
resumen de la correspondencia de los dos últimos a propósito de la narración de
historias bíblicas, una de cuyas piedras de toque es la inclusión de orationes fictae, y que, a juicio de la
autora, constituye “una tra le più originali discussioni del rapporto tra
verità e romanzo e tra storia e narrazione” (p. 63). El artículo se cierra con
un interesante análisis de tres documentos –alguno de ellos inédito- que de
alguna manera reflejan la discusión sobre la poética de la novela histórica. Se
trata de tres cartas: una de Belisario Bulgarini en la que responde a Tommaso
Stigliani, quien le había pedido consejo sobre cómo escribir el Mondo nuovo; otra del Conde de la Roca,
embajador español en Venecia, en respuesta a Giovan Battista Manzini, quien se
había ofrecido como panegirista de la corte española; y la tercera, la misiva
de Jean Chapelain a Jean-Louis Guez de Balzac sobre su idea de la narración
histórica y sus modelos –Tácito y Salustio, en detrimento de Livio, a quien
pierden sus conciones-, y la
necesidad de buscar más lo útil que lo placentero –a diferencia de Quinto
Curcio y Guido Bentivoglio, que coloca a la par con Heliodoro y Barclay-.
Eraldo Bellini, especialista en
la obra de Mascardi, padre de uno de los más influyentes tratados
historiográficos del XVII, es el autor de “Agostino Mascardi: teoria e prassi
della scrittura storica (note sulla Congiura
del conte Gio. Luigi de’ Fieschi)”, trabajo en el que se examina el texto
de la Congiura (publicada en 1629,
siete años antes que el Arte istorica)
como pieza clave para entender el giro de Mascardi desde la oratoria civil y
eclesiástica hacia la historiografía. La introducción al lector, en que se
propone un proyecto historiográfico de mayor amplitud que el de la propia Congiura –ésta habría sido casi una
excusa para mostrar sus ideas sobre la escritura histórica-, es en sí mismo un
breve tratado que discute cuestiones como el objeto y los fines de la historia,
los modelos imitables, la posibilidad de narrar una acción con sus partes y
diversas cuestiones de estilo, como el numerus
o el uso de sententiae y contiones. El análisis de los
acontecimientos narrados en la Congiura
coloca, pues, a la obra en el contexto de la teoría historiográfica que
representa y que hallará completo desarrollo en el Arte istorica. La segunda parte del artículo está dedicada en
particular al examen de las concioni,
los discursos que Mascardi pone en boca de diversos personajes y que
constituyen “una cifra stilistica nettamente marcata” dentro de la obra (p.
124, son siete las oraciones incluidas, por un total de 31 páginas de las 107
que tiene la obra). Si en el Arte
istorica Mascardi dedica todo un capítulo a la teoría, en la Congiura da testimonio de una práctica
según la cual los momentos significativos de la narración vienen subrayados por
la presencia de contiones que,
naturalmente, no obedecen las leyes de la verdad sino las de la verosimilitud.
El estudio de Bellini lo pone de manifiesto, señalando además las implicaciones
afectivas e incluso dramáticas que ofrecen las oraciones, a cuyas palabras se
acompañan indicaciones sobre la gestualidad de quien las pronuncia. El artículo
concluye con un análisis de las secciones narrativas de la Congiura, de las que el autor destaca sobre todo el uso de la enargeia, ese “poner delante de los
ojos” de los lectores la escena narrada, práctica que también encuentra su
correlato teórico en el Arte istorica.
En el siguiente ensayo (Agnès
Delage, “L’historien comme fiction. Strategies d’auteurs et strategies
narratives dans l’historiographie espagnole du XVIIe siècle”) retornamos a la
consideración de las relaciones entre narración histórica y narración ficticia.
Delage propone lo que ella llama “ficciones de autor”, es decir, las
reflexiones que los historiadores ejercen sobre ellos mismos y sobre su tarea
para legitimar su autoridad y competencia y su papel político y social
–reflexiones “ficcionales” en cuanto “projection tout à fait fantasmatique de
désirs et d’aspirations” (p. 145)- como prueba de la fuerza de la ficcionalidad
en la escritura de la historia. Después de haber estudiado un corpus de unos
sesenta historiadores, la autora elige para ejemplificar su análisis las
figuras de Juan Antonio de Vera y Zúñiga, Conde de la Roca, y de Rodrigo Méndez
Silva, que tienen en común el haber actuado como turiferarios de la monarquía,
pero que difieren por completo en sus concepciones de la historia y sobre todo
de la figura del historiador. Para el Conde el acceso directo a los hechos que
se quieren narrar es inexcusable y, por ello, el cronista obtiene su autoridad
de privilegios ligados exclusivamente a su nacimiento y no a su formación. En
cambio Méndez Silva, desprovisto de noble cuna y parvenu en el mundo de las letras, construye una ficción de autor
que pueda justificar su propio ascenso social, basado precisamente en el
ejercicio de la escritura histórica (él había empezado como modesto secretario
ayudando al Patriarca de las Indias en la confección de genealogías): es la narración
histórica la que legitima al historiador, y no al revés, como en el Conde de la
Roca. El historiador de corte –por oposición al historiador erudito- es una
figura que también surge de las obras teóricas de Cabrera de Córdoba y Jerónimo
de San José, cuyas opiniones analiza asimismo Delage.
Otro historiador español, Juan
Pablo Mártir Rizo, es objeto del estudio siguiente, “La Historia de la vida de un ilustre romano: Séneca según J. P. Mártir
Rizo”, escrito por Lía Schwartz. De las vidas
que Mártir Rizo escribió sobre diversos personajes, la autora toma, colocándola
en la tradición de escritura de biografías de hombres ilustres, la de Séneca
(1625), para enmarcarla en un tipo de “género cortesano” destinado a adular al
poder –en este caso en la figura del Conde-Duque- y a proponer como ejemplo de
conducta para sus contemporáneos la trayectoria vital del biografiado –en este
caso Séneca-. A través de un repaso de las fuentes que pudo haber usado Mártir,
Schwartz intenta refutar la teoría según la cual “estas vidas constituyen
‘historias noveladas’ o ‘novelas históricas’”, según había propuesto Menéndez
Pelayo, pues lo que al lector de hoy pudiera aparecer como falso o ficticio
puede deberse a la observancia de la retórica del género. Así, el atento y cuidadoso
examen de las fuentes que lleva a cabo la autora desvela los orígenes directos
o de segunda mano que habría usado Mártir para cada una de las dos facetas de
la vida de Séneca que le interesa destacar, la de filólosofo estoico y maestro
y la de tutor de Nerón, y coloca la
Historia de la vida de Lucio Anneo Séneca Español en su debido contexto. La
consideración de estas vidas como
“historias noveladas”, concluye Schwartz, sería más bien producto “de una
proyección anacrónica del paradigma que se impuso [a mediados del siglo XX] en
el ámbito de los estudios históricos”, hoy difícilmente atendible.
De asunto paralelo trata el
siguiente capítulo. El título del ensayo de Denise Aricò, “Le ‘prosperità
infelici’ di Seiano. Note sul tema del favorito nella narrazione di Pierre
Mathieu e di Giovan Battista Manzini”, indica la orientación tematológica y
comparatista del trabajo. En este caso es la figura del consejero de Tiberio
Lucio Elio Sejano, ejecutado por sospechas de conspiración contra el emperador,
la que se analiza según su tratamiento en dos autores del siglo XVII. El
correlato contemporáneo es la historia de Concino Concini, noble italiano
favorito de la regente francesa María de Médicis (“el Duque de Lerma de la
reina” lo llamaban los diplomáticos españoles), y hecho ejecutar por el joven
Luis XIII bajo sospecha de traición. Al calor de dichos acontecimientos,
Mathieu escribió la obra Aelius Sejanus
(1617), la cual, en la estela del tacitismo, que había hecho de Tiberio y de
Sejano “le maschere tragiche del potere assoluto” (p. 189), dejaba al
descubierto a príncipes odiosos y favoritos miserables, en clara alusión a los
acontecimientos de París. Aricò analiza la obra deslizándose eficazmente entre
los comentarios históricos y las observaciones estilísticas –sobre todo los
recursos de “dramatización”, como la oscilación entre los fragmentos narrativos
y los discuros directos, o el efectivo uso de las descripciones- que suscita su
lectura. La sección sobre Mathieu se cierra con un muy certero análisis de las
vías de transmisión de su obra, y del papel que en ella tuvieron tanto la
industria editorial como el gusto de la época por las formas literarias breves,
lacónicas o “reducidas”, según testimonian la gran cantidad de colecciones o
florilegios de máximas, sentencias o “flores” de temas históricos o políticos.
La segunda parte del artículo investiga la Peripetia
di Fortuna, ovvero sopra la caduta di Seiano (1628) de Giovan Battista
Manzini. El análisis de Aricò revela cómo a diferencia de la de Mathieu, que
era una biografía completa, la de Manzini recoge sólo el episodio de la caída y
muerte de Sejano, dando así énfasis no a la narración de sus delitos, sino a su
castigo y expiación. La obrita de Manzini revela, a juicio de la autora del
artículo, una escritura en cierto modo mecánica, en la que se pone de
manifiesto, sin embargo, “un’inedita contaminazione fra i moduli
dell’esercitazione retorica, quelli narrativi del romanzo drammatico e [...] le
movenze di una riflessione antropologica del vivere in corte”, todo ello
presentado en un estilo lacónico poco frecuente todavía en aquellos momentos,
pero también salpicado de momentos dramáticos conseguidos gracias a la
intervención directa de los personajes o a las vívidas descripciones de
personas o situaciones. Acertadamente la autora vincula este tipo de escritura
a otros intereses literarios que Manzini plasmó en sus libros de colecciones de
discursos fingidos (Furori della gioventù,
1647) y de progymnasmata (Delle metteore rettoriche, 1652).
El estudio de la representación
de un personaje es también el objeto del capítulo que sigue, escrito por Agnès
Morini y titulado “Gustavo Adolfo dalla storiografia alla narrazione”. El
trabajo repasa la presencia del rey sueco – y sobre todo el episodio de su
muerte- en dos obras históricas (Bisaccioni y Gualdo Priorato), un lamento
(Luigi Rossi), un panegírico (Graziani) y una carta (Loredano), e intenta
explicar cómo las funciones del personaje difieren en cada una de ellas en
razón del género discursivo de que se trate y de las diferentes coordenadas
ideológicas de los autores. Así, Bisaccioni escribe desde una perspectiva
general y católica, mientras que la de Gualdo Priorato es la del testigo
directo de los hechos; la obra de Loredano, por su parte, adopta el punto de
vista sueco, confrontado, por lo tanto, con el de las fuerzas imperiales.
Además de las diferencias, Morini analiza las semejanzas más sobresalientes que
pueden hallarse en los textos, y entre ellas destaca la eficacia “dei discorsi
di Gustavo Adolfo alle sue truppe, specie prima della battaglia di Lützen” (p.
231), y que a veces aparece acompañada por comentarios sobre los efectos
dramáticos del tono o la gestualidad con que se pronuncia la arenga. Resulta
interesante la confrontación del episodio en las diversas obras, al que la
autora dedica una buena parte del artículo. Como conclusión, Morini subraya la
lección política que puede extraerse de la terribilità
del personaje a la luz de los textos examinados, “giacché tutte le
considerazioni sul re svedese, ma pure sui vari principi e capi militari
impegnati nella guerra dei Trent’Anni, costituiscono un vero trattato politico”
(p. 248), empaquetado en envoltorios retóricos de diseños muy precisos.
La cuestión de las oraciones
intercaladas, junto con las conjeturas, es la materia del artículo de Valentina
Nider, “Quevedo e l’Ars historica: le
oraciones e le conjeturas”. Tras un breve repaso de algunos de los tratados
historiográficos del siglo XVII que incluyen el tema de los discursos
intercalados (Mascardi, Cabrera de Córdoba y Jerónimo de San José) –todos ellos
a favor-, y desde el presupuesto de la atención de Quevedo no sólo hacia obras
históricas sino también hacia la preceptiva retórica, que la autora explica de
manera convincente, el artículo pasa a analizar las conciones insertadas en el Mundo
caduco (1621), los Grandes anales de
quince días (1621) y la Primera parte
de la vida de Marco Bruto (escrita en 1634-1635, publicada en 1644), es
decir, en obras que tienen que ver tanto con la historia de los contemporáneos
como con la historia de los antiguos. Se escudriñan las particularidades de la
transmisión de los textos, que en el caso de los dos discursos del Mundo caduco que no tienen como
protagonistas a un individuo, sino a una categoría colectiva, es especialmente
relevante, por cuanto ambos textos han gozado de una doble circulación:
insertos en la obra o exentos, con el título de Sátira contra los venecianos (acompañada de un comentario
reproducido en numerosos manuscritos según el cual los copistas habrían omitido
la “larga historia de las contiendas entre venecianos y uscoques” (p. 262), y
habrían preferido limitarse a copiar únicamente la arenga). Junto a estos dos,
el Mundo caduco ofrece otra tipología
de discursos, la de las oraciones contrapuestas, de larga tradición clásica,
pero que en Quevedo presentan una asimetría que refleja la preferencia del
narrador por una de las dos posiciones. Por su parte, los Grandes anales constituyen un magnífico campo de exploración de las
conjeturas. La conjetura, cercana a la “malicia” y a la “prudencia”, le sirve a
Quevedo para considerar varias hipótesis plausibles sin decidirse por ninguna
de ellas abiertamente. Ni que decir tiene que la inserción de oraciones es un
vehículo perfecto para la expresión de tales conjeturas. Por último, el estudio
de la Primera parte de la vida de Marco
Bruto revela que ninguno de los ocho discursos en ella intercalados procede
de las fuentes utilizadas por Quevedo y son producto, por lo tanto, de un
ejercicio de oratio ficta. Descuellan
entre ellos los famosos discursos puestos en boca de Porcia, la mujer de Bruto
(cuya muerte fue objeto asimismo de un tratamiento iconográfico en que con
igual sutileza indaga la autora del capítulo), que vendrían a revelar el
interés por la figura femenina por parte de estos géneros historiográficos.
Así, la oratoria de la Porcia de Quevedo va destinada sobre todo a los afectos,
y en ella conviven y se entrelazan lo privado y lo público, de manera semejante
a como Georges de Scudéry presenta las harangues
de sus Femmes illustres (1644), todo
lo cual favorece la formulación de hipótesis sobre una elocuencia
específicamente femenina (también presente, por ejemplo, en la Lucrecia del Tarquinio Superbo de Malvezzi).
Continuando con el mismo autor,
el artículo firmado por Mercedes Blanco, “Experimentación narrativa y
conciencia histórico-política en la prosa española del Seiscientos. En torno a La hora de todos de Quevedo”, propone
una lectura de La hora de todos
(1635) como ejemplo de obra ficticia que, en una época en que faltan
instrumentos teóricos con los que debatir la materia de estado, ocupa ese
espacio de reflexión, en un proceso de “politización del campo literario” (p.
294). Según la autora, los dos polos sobre los que se mueve esta reflexión, la
narración histórica y el comentario sentencioso, han de ser analizados desde la
perspectiva retórica de una misma retórica que ambos comparten. Pero los textos
rara vez son capaces de proponer soluciones, limitándose casi siempre a
manifestar un profundo escepticismo ante la situación política. Es en ese
contexto en el que es preciso entender el tratado de Quevedo, junto con –entre
otros- las Empresas de Saavedra
Fajardo, El embajador del Conde de la
Roca, o El político Don Fernando el
Católico de Baltasar Gracián. Los diferentes “cuadros” que componen La hora de todos llevan al lector de
unos momentos históricos a otros y de unos lugares a otros, a través de fábulas
y parábolas, pero la referencia es siempre el presente. La sátira menipea
ofrecía modelos sobre los que trabajar la materia, pero la novedad de Quevedo
consiste en incluir, además de juicios y opiniones, la intención de influir en
el panorama geopolítico del momento. Desde esta perspectiva y para completar su
análisis, Blanco estudia el concepto de razón
de estado en tanto que ficción, e investiga con detenimiento su origen y
sus distintos significados, para llegar a la conclusión de que en la década de
los treinta, la idea de razón de estado “interpretada como racionalidad
política entra en conflicto, en España, con la conciencia que tienen los
escritores y políticos de la inexistencia de una verdadera ciencia del
gobierno” (pp. 316-317). La hora de todos,
como también el Discurso de todos los
diablos, encarna la visión burlesca de la razón de estado, al mofarse
escépticamente de las reformas y los reformadores. La conclusión de Blanco es
que es necesario buscar en el texto un significado político que hasta ahora ha
pasado desapercibido.
El capítulo de Ramón Valdés
cierra esta pequeña trilogía de trabajos dedicados a Quevedo. “La historia en
las sátiras menipeas de Quevedo” revisa cómo la materia histórica va penetrando
progresivamente en las sátiras quevedianas hasta llegar al Discurso de todos los diablos (1628), “perfecto ejemplo de la compatibilidad
entre el marco de la ficción fantástico propio de la sátira menipea y el
interés por la materia histórica y política” (pp. 327-238). Después de repasar
la historia del género, Valdés se ocupa de demostrar cómo algunos de los textos
donde mejor volcó Quevedo su preocupación por la historia y la política son
precisamente las sátiras menipeas. El análisis del Discurso de todos los diablos permite comprobar cómo en este texto
ficcional una de las más importantes sedes donde anida la materia histórico-política,
abandonando el tono burlesco, son los parlamentos que pronuncian los
personajes, objeto de concienzudo análisis por parte del autor del capítulo. La
fusión entre el género menipeo y el ensayo histórico se pone de relieve
asimismo en ciertos comentarios de teoría historiográfica que de tanto en tanto
afloran en el Discurso. Tras el
análisis pormenorizado del texto, Valdés dedica una sección a lanzar una
propuesta sobre una posible –no segura- fuente de la sátira menipea quevediana,
aparte de las más obvias de Séneca y Luciano. Se trata de El banquete o Las saturnales
de Juliano el Apóstata, cuyas semejanzas estructurales y temáticas con el Discurso quedan al descubierto. A
diferencia de Mercedes Blanco, que se preguntaba si los “cuadros” que componen La hora de todos no serían “una
colección de ejercicios retóricos preparatorios a la escritura o incluso a la
charla política” (p. 323), como parece desprenderse, entre otros factores, del
uso de discursos directos llenos de “atractiva elocuencia” (p. 324), Ramón
Valdés opina que en el caso del Discurso
de todos los diablos, no se trataría de “un amor puramente estético por la
paradoja ni de meros ejercicios retóricos u oratorios alejados de la realidad
con los que demostrar la capacidad de argumentar in utramquem partem, sino del planteamiento crítico y especulativo
de la historiografía y la doctrina política basada sobre ella” (p. 365).
En el capítulo que sigue,
“Girolamo Brusoni storico e narratore”, Lucinda Spera examina la novela La Fuggitiva (1639) de Girolamo Brusoni,
ambientada en la Grecia antigua, pero en la que se reconocen à clef los motivos de la historia
trágica de Pellegrina Bonaventuri, acaecida cincuenta años antes. Pellegrina
era hija de Bianca Capello, esposa de Francisco I, Gran Duque de Toscana; en
1576 se había casado con Ulisse Manzoli Bentivoglio, quien más tarde la haría
asesinar a manos de unos sicarios por causa de sus relaciones con un joven
amante. Lo trágico de los hechos, unido a la sospecha de que el autor material
habría sido el hijo de la propia Pellegrina, habían hecho que la historia se
propagase rápidamente y que La Fuggitiva
gozase de un éxito inmediato tras su publicación, refrendado por varias
ediciones sucesivas. Spera nos ayuda a desvelar las correspondencias entre los
personajes de la novela y los reales, y pone de relieve la atención de Brusoni
hacia los acontecimientos históricos y las costumbres sociales. Este interés
por la crónica de sucesos no está reñido, en opinión de la autora, con una
posible búsqueda de fuentes históricas, lo cual llevaría a considerar la obra
en una luz distinta, producto de la actividad profesional de un investigador
erudito y no sólo como una de tantas “favole tratte dal vero” (p. 381) salida
de la pluma de numerosos polígrafos del XVII. Aunque Spera no da una respuesta
definitiva, sus consideraciones sobre la actividad de Brusoni en los años
siguientes (en tanto autor de obras propiamente históricas, como la biografía
de Ferrante Pallavicino o la Historia
d’Italia, y también su trabajo de informador o gacetillero político) nos
dejan al menos la sospecha de que el proceder en la investigación de las
noticias políticas publicadas luego en avisos, gacetas u hojas volantes, podría
no haber sido muy diverso al de la elaboración de La Fuggitiva.
Felice Gambin firma el capítulo
titulado “Pluma bien cortada e espada cortadora. Narrazione e storia in
Baltasar Gracián”, examina la Agudeza y
arte de ingenio de Gracián (inexplicablemente en su traducción italiana)
como depósito de importantes consideraciones acerca del arte historiográfico.
El autor se detiene con especial atención en las secciones de la obra que
tratan de la variedad de estilos en el campo de la escritura histórica y
política, en las que Gracián aprovecha para proponer los modelos imitables
–Tácito entre los antiguos y Mathieu y, sobre todo, Malvezzi entre los
contemporáneos-. Las observaciones de Gracián sobre la escritura histórica
dejan en evidencia su predilección por la historia política y, en el plano
estilístico, su preferencia por una especie de variatio formal, pues “la specificità della narrazione storica sta
nel destreggiarsi nella varietà degli stili, nel rielaborare, commentare,
ponderare e soppesare i fatti riferiti” (p. 398). Gambin estudia también la
importancia que Gracián concede al uso ingenioso y a la adaptación de la
erudición docta en la narración histórica, según la cual el comentario de los
hechos narrados no daría lugar a explicaciones declaradas, sino a alusiones
insinuadas, que despiertan la curiosidad de quien no sabe descifrarlas y la
satisfacción en quienes sí saben. Es decir, el criterio fundamental que
sustentaría, según Gracián, la narración histórica, sería la capacidad del
historiador de saber moverse entre los estilos. En la segunda parte del ensayo,
el autor elige varios pasajes de El
criticón para mostrar cómo en Gracián la narración histórica es portadora
de mensajes que el lector debe descodificar detrás de un estilo en el que no
deben faltar el “fondo de juicio” y la “altanería de ingenio” (p. 403). El arte
histórica queda vinculada, así, al arte poética. Pero todo lo anterior no debe
hacernos pensar que Gracián no concediera importancia a la verdad; lo que
ocurre es que su verdad puede vestirse de mil modos y disfrazarse “con la
simulazione e la dissimulazione, con il silenzio, con la prudenza, con l’arte
di indorari i disinganni” (p. 418). Verdad, historia y narración adquieren,
así, connotaciones prácticas, políticas y éticas.
En el último capítulo del
volumen, “Una novella a doppia chiave storica”, Davide Conrieri propone una
lectura de una de las novelle
escritas por Tomaso Tomasi y publicadas en Cento
novelle amorose dei Signori Accademici Incogniti (1641). Se trata de un
texto que, ambientado entre Grecia y Constantinopla en un pasado incierto, y
lleno de componentes fantásticos y también políticos, encierra en realidad dos
episodios históricos, depositados en las dos partes de la novella. El primero narra una historia presenciada y vivida por el
propio Tomasi, la de la muerte trágica y misteriosa de Federico Ubaldo della
Rovere, heredero del ducado de Urbino, y la consecuente devolución del
territorio a los Estados Pontificios. El segundo remite a los acontecimientos
protagonizados por “Sebastiano di Venezia”, individuo que en 1598 se había hecho
pasar en el estado véneto por Sebastián, Rey de Portugal, desaparecido en la
batalla de Alcazarquivir veinte años antes. Esa desaparición (el cadáver del
Rey nunca se encontró) había dado lugar en toda Europa no sólo a diversas
luchas por la sucesión, sino también a la aparición de varios falsos
Sebastianes, tanto de extracción cortesana como popular. Más allá de los hechos
concretos, el texto invita a formular reflexiones generales que tienen que ver,
por ejemplo, con la ambición política o con el peligro de la juventud e
inexperiencia de los gobernantes. Además, la novelita fluctúa entre los
acontecimientos que se dejan leer como “reales” y otros añadidos por la
fantasía del autor, pues no hay que olvidar que “nelle narrazioni a chiave non
tutti gli elementi sono univocamente decifrabili in termini storici” (p. 429).
El análisis de Conrieri pone de manifiesto cómo los recursos formales y
temáticos que emplea Tomasi (combinación de dos historias distintas, ensamblaje
de ambas mediante elementos fantásticos, alusiones polivalentes, engaños de los
sentidos, fascinación del teatro, mentiras del poder) invitan a reflexionar
sobre los límites de las relaciones entre verdad y ficción en la narrativa del
XVII y, más generalmente, sobre la necesidad de no caer en generalizaciones
uniformantes, y descender al análisis particular para comprobar cómo se
articulan en cada instancia esas relaciones.
Descontando la diferencia en
alcance y profundidad entre unos trabajos y otros, es posible afirmar que cada
uno de estudios que componen el volumen posee valor en sí mismo, y que, sin
embargo, es recomendable una lectura conjunta, que enriquecerá las lecturas
parciales al permitir ir trazando hilos entre los diversos acercamientos, en lo
que se refiere, por citar sólo unas cuantas posibilidades, a la noción de
“razón de estado”, las novelas a chiave,
el asunto de los discursos intercalados, la existencia o no de una novela
histórica en el siglo XVII, o la referencia a autores particulares tanto
clásicos como modernos (Tácito, Barclay, Matthieu, etc.), así como a figuras o
tipos (el traidor, el cronista, el consejero real) o circunstancias históricas
concretas (la Guerra de los Treinta Años).
Tal vez sea preciso hacer una
pequeña objeción al volumen. El título del libro, a mi ver, no se ajusta con
precisión al contenido que se quiere ofrecer ya desde la introducción o en la
contraportada. En primer lugar, “narrazione” no se opone a “storia”, puesto
que, de hecho, es perfectamente legítimo hablar de “narración histórica”; la
causa de dicho desajuste quizá haya residido en la dificultad que presenta la
expresión del concepto de “ficción” en italiano –expresión que oscila entre finzione y fiction, sin que ninguna de ellas lo exprese exactamente-, pero me
pregunto si no se podrían haber encontrado fórmulas que describieran mejor el
contraste que se estudia (¿”narrazione storica” y “narrazione romanzesca”?). En
segundo lugar, la locución “tra Italia e Spagna” lleva a pensar en un enfoque
de tipo más comparativo, en el que las relaciones evocadas por la preposición
se pongan de manifiesto de manera relevante, cuando en realidad, como habrá
quedado claro, ninguno de los artículos que componen la antología presentan esa
orientación comparatista hispano-italiana: siete están dedicados a las letras
españolas (Vaíllo, Delage, Schwartz, Nider, Blanco, Valdés, Gambin), cuatro a
las italianas (Bellini, Morini, Spera, Conrieri), mientras que los dos
restantes sí brindan un estudio comparado ítalo-francés (Carminati y Aricó). Es
un lunar muy menor que no disminuye el interés de los estudios aquí
presentados, cuya utilidad para futuros investigadores está fuera de toda duda.
Victoria Pineda