In memoriam: Antonio López Eire (1944-2008)
Conocí a Antonio
en unas curiosas circunstancias hace ya dieciocho años. Yo era un joven becario
de investigación y estaba trabajando en Berlín, en el Institut für Klassische
Philologie, en el mes de mayo de 1990. En aquellos días, eran muchos los
investigadores invitados que trabajaban en la magnífica biblioteca del
Institut. Gente de todo el mundo comenzaba o daba los últimos toques a su
trabajo investigador, recogidos en los muros de aquel viejo recinto de aire
prusiano. En aquellos días de una primavera húmeda y lluviosa, con un sol
huidizo que invitaba al estudio, uno de esos investigadores me llamó
poderosamente la atención. Era Antonio López Eire, que en aquel momento estaba
trabajando sobre Libanio y sobre la retórica tardía, y a quien no conocía más
que como simple espectador de una de sus conferencias. A lo largo de una
semana, compartimos el mismo espacio físico en la hemeroteca del Institut, una
sala amplia, con paredes forradas de estanterías hasta el techo, en la que
teníamos a nuestra disposición las revistas más importantes de la Filología
Clásica del pasado y del presente. Una sala por la que, inevitablemente,
pasaban todos los que en aquellos días estaban en aquel centro. Y, a lo largo
de varias jornadas, desde el anonimato de quien no abría la boca y casi no
levantaba los ojos de los libros, pude observar cómo todos los investigadores
que pasaban por allí, ya fuesen norteamericanos, italianos, franceses, o
alemanes, se detenían a saludar y a charlar con Antonio. Y cómo, con una
simpatía desbordante, con un ingenio y una rapidez desarmantes, Antonio siempre
encontraba la palabra y el comentario adecuados en la lengua de su
interlocutor. Incluso, rizando el rizo, y demostrando su profundo conocimiento
de lenguas modernas, se permitía hacer algún chiste sobre la profesión que
relajaba el ambiente y que introducía unas risas en sordina entre aquellos
serios muros. Finalmente, venciendo mi timidez, me acerqué a él y me presenté.
Ese día charlamos un rato y me hizo algún comentario sobre el tema de la tesis
en la que yo estaba trabajando. No volvimos a hablar durante el resto del día.
Pero, cuando al final de aquella tarde, y como solía hacer todos los días, me
disponía a irme a la Gästehaus en la que me alojaba, Antonio me cogió del brazo
y me invitó a cenar en una terraza próxima. No olvidaré nunca aquel momento en
que conocí a Antonio y en donde, por primera vez, tuve conciencia de que estaba
compartiendo aquellos días no sólo con uno de los mejores filólogos clásicos de
nuestro país sino también con una gran persona. Una impresión que no hizo más
que confirmarse a lo largo de los siguientes dieciocho años en los que tuve el
privilegio de conocerle y de tratarle.
Por ello, hoy, cuando ya hace un mes que
nos ha dejado Antonio, todavía me cuesta creer que el destino nos haya privado
de su presencia. Hace un mes, el 21 de Septiembre de 2008, en una tarde de
domingo aciaga, Antonio López Eire perdió la vida en un terrible e inesperado
accidente de tráfico. Volvía de una celebración familiar acompañado por su
querida Maíta, la mujer que era su compañera y que durante tantos años fue su
baluarte y su más firme apoyo. Y, fiel a sus obligaciones docentes, se dirigía
a Salamanca para asistir al primer día de clase del nuevo curso académico.
Antonio, a sus sesenta y cuatro años, se encontraba en un momento de plenitud
vital, intelectual y científica. Como él mismo decía en sus últimos meses de
vida, era inmensamente feliz. Y para confirmar la certeza de esta afirmación
bastaba con observar su rostro y con escuchar el timbre tranquilo y satisfecho
de su voz. El nieto que había llegado al mundo poco antes le había colmado de
satisfacciones. Y muchos de nosotros, los que éramos sus compañeros y amigos,
todavía tenemos en nuestro ordenador la fotografía que, lleno de orgullo, nos
hizo llegar tras su nacimiento.
Desde hacía treinta y cuatro años era
Catedrático de Filología Griega en la Universidad de Salamanca. A lo largo de
estos años se había convertido en uno de los más importantes especialistas en
campos tan dispares como la lingüística griega, la literatura antigua, la
retórica y poética clásicas o los estudios de comunicación. Era uno de los
investigadores más reconocidos y valiosos con los que contaba el campo de las
Humanidades en la Universidad española. Su inmensa aportación al estudio de la
lingüística, la poética y la retórica antiguas le había valido el
reconocimiento internacional. Y su magisterio, aliado con una sorprendente
capacidad de comunicación, le había llevado a impartir cursos y conferencias
por todo el mundo. Un colega solía decir que contar con Antonio era tener un
éxito asegurado y prueba de ello era su continua presencia en congresos y
simposios. Antonio tenía muy claro que la profundidad investigadora tenía que
ir unida a la claridad expositiva y a la brillantez oratoria; y esta convicción
la ponía en práctica siempre que tenía que pronunciar un discurso. Todo ello le
convertía en un referente para muchos, no sólo para sus discípulos repartidos
por las universidades españolas, sino también para todos aquellos que tratamos
con él y que compartimos algunos de sus proyectos, como los Congresos
Internacionales de Retórica, que organizó a finales de los noventa y que
tuvieron un éxito y una repercusión sorprendentes, o como la Asociación Logo,
desde la que organizó muchas de sus últimas actividades.
Antonio también fue generoso a la hora
de ayudar a otros a emprender nuevos proyectos. Desde el principio, no sólo nos
animó a poner en marcha Talia Dixit,
sino que también colaboró activa y desinteresadamente en la creación de nuestra
revista. Formó parte del Consejo Asesor desde el primer momento, participó en
algunas de las actividades desarrolladas por nuestro Proyecto de Investigación
y, en los últimos meses, nos había hecho llegar un trabajo suyo con la
intención de que se publicase en el número tres de nuestra revista. Este que en
estos días se cuelga en la red. Se trata de uno de sus últimos trabajos y
tenemos el inmenso orgullo y satisfacción de que aparezca publicado en nuestra
revista.
Sirvan estas líneas como un sentido
homenaje a la memoria de un hombre que deja un vacío muy difícil de llenar. Es
cierto que, como se suele decir en estos casos, su obra seguirá viva en los
anaqueles de bibliotecas de todo el mundo. Lo que ya no es tan frecuente, y
convertía a Antonio en alguien excepcional, es que valores como su bonhomía, su
generosidad y su arrebatadora personalidad seguirán vivas en la memoria de
todos aquellos que le tratamos y le quisimos y para quienes Antonio fue un
modelo no sólo de investigador sino también de persona.
Juan Carlos Iglesias Zoido