JOAQUÍN VILLALBA ÁLVAREZ

(Universidad de Extremadura)

 

 

DANIELLE VAN MAL-MAEDER, La fiction des déclamations, Leiden-Boston: Brill, 2007, 194 páginas (ISBN: 978 90 04 15672 2).

 

 

EL LIBRO que reseñamos constituye el volumen 290 de Mnemosyne, Bibliotheca Classica Batava, una colección que cuenta ya con más de ciento cincuenta años de historia, y este es un hecho que, a nuestro juicio, dice bastante de la repercusión, alcance y calidad de los trabajos que acoge, tal y como puede corroborarse, también, de esta pequeña monografía.[1]

La autora, profesora de Lengua y Literatura Latinas en la Universidad de Lausana, confiesa en las páginas preliminares que el interés por el tema proviene de alguna investigación anterior sobre las Metamorfosis de Apuleyo, que le permitió conocer de primera mano la similitud temática y formal entre la materia de las declamationes y la novela antigua, tanto latina como griega. La premisa de la que parte Van Mal-Maeder es doble: de un lado, calcular el grado de influencia que las declamaciones tuvieron en el nacimiento de la novela; del otro, averiguar si la novela influyó en el desarrollo de las declamaciones. Para ello, propone un análisis filológico y literario de las declamaciones, que, en lugar de incidir en el aspecto sociológico e histórico de muchos de los trabajos anteriores sobre la cuestión, aborde la literariedad de estos discursos, su carácter ficticio y su relación con otros géneros narrativos ficticios, como la poesía o la novela.

 

El primer capítulo, que lleva por título “Un universo ficticio”, se centra en el concepto de declamación, en los tipos de discurso ficticio (suasoriae y controversiae), su función dentro del sistema educativo romano y otros aspectos que ilustran su importancia en la enseñanza antigua de la retórica. A nuestro juicio, constituye una introducción muy válida para quienes no estén familiarizados con la retórica antigua y su aplicación en la escuela; en general, el capítulo es interesante y necesario, porque dibuja el panorama histórico, social y literario en el que estas composiciones vieron la luz y ayuda a fijar y entender conceptos que luego serán tratados en profundidad.

Especial hincapié se hace en el carácter ficticio de estos discursos y su relación con la realidad. Apoyándose en la teoría retórica de Cicerón (Concessum est rhetoribus ementiri in historiis, ut aliquid dicere possint argutius, Brut. 11.42), la autora llama la atención sobre algunas marcas características de este tipo de discursos, como la incorporación de elementos dramáticos e incluso fantásticos, que tergiversen o exageren la realidad de los hechos y de este modo obtener para estas controversias los argumentos más insólitos. Así, por ejemplo, es común la presencia de personajes que se comportan de manera inusual (prostitutas buenas, piratas generosos, etc.), un recurso que acerca el universo declamatorio a géneros como la comedia y el mimo, en los que la verosimilitud (más que la verdad) es fundamental para la “persuasión” del auditorio, y también con la tragedia, cuya “irrealidad” da pie a todo tipo de relaciones humanas anómalas (parricidios, incestos, antropofagia…). Esta vinculación de las declamaciones con géneros verosímiles o directamente irreales dota de colorido a estos discursos ficticios, enriquecen el conflicto y nos llevan irremediablemente a evocar el manido dicho de que la realidad a veces supera a la ficción: “el universo de las leyendas, del mito en la representación dramática, ha dado paso a otro universo ficticio, poblado de héroes anónimos, que chocan en conflictos idénticos y expresan su sufrimiento de manera similar: a los monólogos trágicos han sucedido las declamaciones en sus partes más patéticas (exordio, peroración)” (pág. 18).

Muy acertada me parece la comparación que la autora establece entre las declamaciones y un juego de construcción, que consta de muchas piezas similares cuyo diferente ensamblaje brinda infinitas combinaciones, que dan como resultado edificios completamente distintos. En un ejemplo recurrente como el de la joven violada, la yuxtaposición de variaciones y la sucesiva complicación del tema original redunda en una mayor gama de conflictos éticos, legales o de cualquier otra índole, sirviendo así a la función para la que nacieron las declamaciones: la formación del futuro orador, que ha de tener siempre en cuenta todos los puntos de vista desde los que se puede abordar un caso.

A continuación, se rebaten de manera clara y brillante las múltiples críticas que ya en la Antigüedad se vertieron contra este tipo de ejercicios, su escasa utilidad para la práctica del foro, su profunda separación de la realidad o la extravagancia de unos estereotipos no ya poco creíbles sino directamente inimaginables. La condena de esta práctica declamatoria no sería quizá más que un tópico, a juzgar por el hecho de que siguieron siendo el “ejercicio-rey de la enseñanza retórica”. Van Mal-Maeder, además, se alinea con una parte de los estudiosos actuales que sugiere que estas críticas realmente eran ejercicios declamatorios en mismos, en los que se pone en tela de juicio la propia conveniencia de dichas declamaciones, esto es, una suerte de “meta-declamaciones” que simbolizarían el prurito romano por la controversia y la disputa verbal.

En este sentido, las diferencias que Séneca el Rétor o Quintiliano establecen entre las declamaciones en la escuela –centradas en docere pero también en delectare- y el discurso real del foro –que busca persuadere o, mejor, vincere-, no supondrían, en opinión de la autora, una crítica a las declamaciones, sino la constatación de la existencia de dos universos distintos: el universo real del foro y el universo ficticio de estos ejercicios escolares. Se trata de discursos diferentes tanto por el contexto, como por el lugar o la ocasión en que se desarrollan o por el público al que van dirigidos. El valor formativo y didáctico (docere) de las declamaciones reside en gran medida en el hecho de que eran ejercicios ficticios, aunque verosímiles: como la comedia, la declamación sería una imitación de la realidad, adornada con matices que la van complicando y exagerando. Pero al mismo tiempo, sabemos por Quintiliano de la existencia de otro tipo de declamaciones, las declamationes in ostentationem, compuestas por el mero hecho de agradar (delectare), destinadas a un público amante del género y cercanas al genus demonstrativum.

Ahora bien, ¿cuánto de realidad habría en las declamaciones? Como en todo, la autora cree que la verdad está en el punto medio: las declamaciones se construyen a partir de discursos reales, con un trasfondo moral y espiritual cierto. Pero también, como sucede con la novela o la comedia, cuentan con la complicidad de un público lector que conoce y acepta su naturaleza ficticia. Los rétores antiguos eran conscientes de ese carácter ficticio, que por otra parte era sumamente válido y útil para lo que se pretendía conseguir: la formación del futuro orador. Ello supone la constatación de que la declamación era un género relacionado con la retórica real del foro, y a la vez independiente de la misma, con unas marcas de identidad propias, que la acercan a otros géneros literarios basados en la ficción.

A ello se refiere cierto pasaje del De inventione, en que Cicerón admite la invención de leyes, con tal de que sirvan para ilustrar claramente una reflexión, y también la afirmación de Van Mal-Maeder (pág. 38) sobre la existencia, dentro de la materia declamatoria, de una “realidad propia” creada a partir del mundo real y teñida de elementos del mundo literario de la comedia, la tragedia o la novela. Realidad y literatura, docere y delectare, son los elementos sobre los que toman cuerpo las declamaciones. Mutatis mutandis, lo rebuscado de algunos de los temas que se dirimen en las declamaciones recuerda a ciertos programas de televisión, en los que un juez debe dictar sentencia sobre disputas familiares y casos de poca importancia que, sin embargo, en aras de suscitar el interés del telespectador y de paso conseguir mayores niveles de audiencia, contienen este tipo de argumentos insólitos y asombrosos, argumentos cuya correspondencia con la realidad muchas veces es más que discutible.

 

El segundo capítulo, “Retórica de la enunciación”, nos ofrece un análisis de las técnicas discursivas y narrativas puestas en práctica en las declamaciones, entroncándolas con la técnica que se sigue en la composición de géneros literarios como la comedia o la novela. Partiendo de la doctrina clásica de la narratio tomada de Platón, Aristóteles, Cicerón o Quintiliano, la autora recuerda las distintas formas de conexión entre lo narrado y la realidad, que da lugar a tres tipos de relato: legendario (fabula, irreal), ficticio (argumentum, verosímil) e histórico (historia, real). Esta distinción se remonta, en última instancia, a la dicotomía platónica diégesis-mímesis, es decir, la simple exposición de los hechos, en la que el autor es el mero transmisor de los acontecimientos, frente a la “imitación”, o mejor, “representación” por la que el declamador narra un discurso “como si fuera otra persona”. En esta representación poética en que el declamador “actúa”, poniéndose en la piel de un personaje y hablando por boca de él (“discours cité”), cobra una gran trascendencia la etopeya o pintura de caracteres, que otorga a la declamación una mayor credibilidad y por tanto una mayor capacidad de persuasión, al tiempo que la emparenta con el drama, la comedia o la novela, de la que un buen ejemplo sería la exquisita caracterización lingüística que Petronio nos ofrece de Trimalción, como personificación del nuevo rico de toscos modales.

Con este análisis narratológico, la autora nos revela con profusión de detalles cómo en el universo ficticio de las declamaciones, la incorporación de elementos como las etopeyas (que permiten al rétor o a su alumno distanciarse, bajo la máscara del declamador, de las palabras que pronuncian), los exempla históricos o mitológicos, las repeticiones, las descripciones al detalle de sucesos horribles y trágicos, la transgresión de la perspectiva del narrador (narrador omnisciente, narrador homodiegético, etc.) o la inclusión de discursos en estilo directo (que dan la sensación de veracidad y por ello mismo pueden ofrecer una imagen distorsionada de la realidad), constituyen todo un arsenal de recursos a disposición del orador, que los utiliza en cada caso para generar emociones, acentuar el elemento patético y, en definitiva, conseguir un efecto persuasivo antes que enunciativo.

 

En el capítulo tercero, la autora presta atención a las descripciones, como elemento determinante en las declamaciones y también en el universo –igualmente descriptivo y lleno de sugestivas imágenes- que define a la poesía de todos los tiempos. Desde la perspectiva de la poética clásica, las descripciones o ecfráseis están profundamente unidas al concepto de enargeía o evidentia, que consiste en plasmar un objeto o acción de la manera más clara y vívida posible, en ponerlo ante los ojos del destinatario gracias a la fuerza evocadora de las imágenes y los infinitos resortes que brinda el lenguaje.

Las descripciones, como cabe decir también de las declamaciones, pueden ser reales o inventadas, pero siempre verosímiles, para que produzcan su efecto en el auditorio. Además, el poeta debe evitar caer en errores como la digresión, que vendría a ser una especie de descripción complaciente e inútil, alejada del tema y que responde exclusivamente al lucimiento erudito del autor. Dicho de otro modo, las descripciones obedecen a los criterios de utilidad y funcionalidad, y al mismo tiempo tienen que ver con el ornato, que es como identificarlas con la poesía, de manera que las emociones que el poeta intenta suscitar son, en el fondo, las mismas con las que el declamador pretende seducir y convencer a su auditorio. Los rétores, como los poetas, han de hacer alarde de su imaginación creativa, de su virtuosismo en las descripciones, concibiendo las imágenes más originales e intrincadas, a partir de lugares comunes preexistentes pero continuamente remozados y enriquecidos.

En las págs. 67 y ss, la autora aborda esa vinculación entre las declamaciones y la poesía, partiendo del efecto persuasivo e impresivo que las imágenes y pasajes descriptivos producen en ambos géneros. Así, por ejemplo, en las Declamationes maiores falsamente atribuidas a Quintiliano pueden encontrarse motivos tan arraigados en la poesía grecolatina como la tempestad, recurrente desde Homero y que actúa como desencadenante del litigio en la Decl. maior 12, en la que un hombre recibe el encargo de llevar trigo a su patria, presa de una feroz hambruna. En mitad del camino, una tempestad le obliga a modificar el rumbo y acaba en otro lugar, donde vende el trigo que transportaba al doble de precio. Con esa ganancia, consigue comprar el doble de trigo y volver a su patria dentro del plazo fijado, pero el hambre ya ha llevado a sus paisanos a practicar el canibalismo. Lo espeluznante de esta historia salta a la vista.

Otro tanto cabe decir de la Decl. maior 13, en la que un pobre apicultor acusa a su vecino rico de haber acabado con sus abejas. Para ponderar lo exiguo de sus bienes y de paso subrayar la gravedad del delito, el modesto (y ficticio) apicultor no duda en evocar el célebre tópico de la idílica vida en el campo, que encontramos, por ejemplo, en las Geórgicas de Virgilio, a través de la atinada concatenación de palabras como agellus, horticulus, angustus, pauper, non ferax, non laetus, ieiunus, humilis, etc. La clara intención de persuadir a los jueces que se busca con este lenguaje es análogo al de las imágenes igualmente reiterativas que afloran por doquier en el grandilocuente estilo de la épica.

Descripciones como éstas y otras similares resultan sumamente útiles a la causa, al tiempo que tiñen la materia declamatoria de un colorido indudablemente poético, y llevan a la autora a afirmar, unas páginas más adelante, que “el referente de esta declamación no es la realidad, sino el hipotexto poético” (pág. 88). Van Mal-Maeder va incluso más allá cuando defiende, tal vez de manera aventurada, que detrás de imágenes tópicas como el celo del apicultor por su trabajo o la idealizada sociedad de las humildes y laboriosas abejas, se escondería la metáfora del poeta como abeja que con su trabajo produce algo tan sublime como la miel, un “guiño” poético que no pasaría desapercibido al público culto que presenciaba estos discursos ficticios y que reconocería fácilmente este tipo de referencias intertextuales.

Pero donde quizá se observa más nítidamente este vínculo entre el genio poético grecolatino y la materia declamatoria es en la complacencia ante lo terrible y macabro, en la búsqueda constante del páthos, “el rasgo que une retórica y poesía” (pág. 80). Algunas de las declamaciones que componen el corpus latino contienen truculentas descripciones que no sólo no se obvian, sino que se plasman con tal lujo de detalles que las escenas parecen reales y palpables, buscando así un determinado efecto –positivo o negativo, según el caso- en la(s) persona(s) a la(s) que van dirigidas, el mismo que provocan algunas escenas de la tragedia.

En este capítulo, en fin, la autora demuestra –a nuestro juicio con gran acierto y no menor profusión de datos- la existencia de un fecundo repertorio de imágenes, dentro de lo que podríamos denominar el “subconsciente literario-colectivo romano”, un imaginario poético del que los autores de declamaciones se sirven para sorprender y convencer tanto al destinatario intratextual (los hipotéticos jueces) como al extratextual (el rétor). Y es que estas composiciones, que nacieron con el objeto de alcanzar la aceptación o el rechazo por parte de un jurado, no pueden dejar de lado su condición de discursos ficticios y, como tal, “literarios”. Por eso resulta fundamental la distinción que la autora establece al principio del libro y que repite de manera esporádica a lo largo del mismo, entre el destinatario ficticio –el jurado-, al que hay que persuadir y conmover, y la realidad extratextual, es decir, el rétor en la escuela, el auditorio real, a quien estos “guiños” literarios deleitarían y, como dice Van Mal- Maeder, “arrancarían una sonrisa” de aceptación.

Pero esta afirmación sólo es posible si se da por sentada la influencia de la poesía sobre las declamaciones, y no la negativa visión tradicional que culpaba a este tipo de discursos de la excesiva retórica que impregna la literatura latina del siglo I. Para la autora, el camino sería el inverso: Virgilio, Ovidio o Lucano no habrían plasmado en sus poemas lo que previamente habían aprendido en las escuelas de retórica, sino que sería la poesía la que habría traspasado sus fronteras y entraría a formar parte de la composición de esos discursos ficticios y “literarios”. En este sentido, los intertextos poéticos son en las declamaciones un instrumento más al servicio del páthos, que confieren a tales discursos una clara significación poética, en una suerte de poesía dentro de la poesía, de “manifiesto metapoético”, como lo llama la autora, en el que la “realidad” (intratextual, ficticia) supera a la ficción (poética) de autores como Virgilio, Séneca u Ovidio. De ello se da cuenta en las págs. 82 y ss, en las que la autora procede al análisis lingüístico de algunas declamaciones, comparándolas con la lengua de poetas como Séneca, Virgilio u Horacio.

En el capítulo cuarto, titulado “Otras voces”, la autora aborda el mundo de las declamaciones desde una perspectiva distinta, como es la presencia de la mujer y de la homosexualidad en estos discursos. Partiendo del hecho de que “el universo declamatorio es, por más de una razón, un mundo esencialmente masculino” (pág. 95), se pregunta Van Mal- Maeder si un análisis histórico y sociológico del papel de la mujer y la homosexualidad en la ficción de las declamaciones nos permitiría comprender la significación social del “género” en la Antigüedad. Ciertamente, estos discursos ficticios eran protagonizados en su mayor parte por hombres que se enfrentan judicialmente a otros hombres, y además estaban destinados a formar a los futuros varones romanos en la virtus, un concepto que, no hay que olvidarlo, alude a lo masculino incluso etimológicamente.

A partir del rol que representan las mujeres en las declamaciones, la autora establece tres situaciones distintas: a) las mujeres como “catalizadoras” o causa del litigio que enfrenta a dos hombres; b) las mujeres como demandantes de sus maridos, de los que esperan obtener la razón en algún tema concerniente a su papel como esposa o madre; y c) las mujeres como acusadas. Estas dos últimas situaciones son las que interesan al análisis de Van Mal-Maeder, del que se deduce que el retrato de las mujeres ofrecido en las declamaciones se corresponde sin más con el ideal femenino que encontramos en la literatura moralista de autores como Séneca, Juvenal o Valerio Máximo, y en la idealización de figuras como Lucrecia o Cornelia, madre de los Gracos. Es decir, la consideración de la mujer en las declamaciones obedece al modelo que se observa en otros géneros literarios: los declamadores aprueban o censuran el comportamiento de las mujeres en función de ese ideal, pues actuar de manera distinta a lo socialmente establecido restaría verosimilitud al discurso.

De ello se deduce que las declamaciones ni son progresistas –lo que sería un flagrante anacronismo- ni son revolucionarias, sino que están en consonancia con la imagen conservadora e inmutable que la mujer había representado siempre en la sociedad romana. Por más que el universo declamatorio cabida a los temas más extravagantes y estrambóticos, el modelo femenino seguirá siendo el de esposa fiel, abnegada madre de sus hijos y, en suma, un ser que se deja llevar siempre por sus emociones, algo que, por otra parte, acentúa el elemento patético tan característico de estas composiciones. Por eso, salvo en las contadas ocasiones en que toman la palabra para suscitar una mayor emoción en el jurado, lo normal es que las mujeres de las declamaciones hablen por boca de sus abogados. Lo contrario iría en contra del decorum y del canon social establecido, como se desprende de algún pasaje de Valerio Máximo (Facta et dicta memorabilia 8.3.1-3) que recuerda la autora y que censura a aquellas mujeres que “se atrevieron” a defenderse a mismas o a otras personas en juicios.

Esta actitud conservadora con respecto al ideal femenino es igualmente extrapolable al tema de la homosexualidad: no es posible retratar la homosexualidad en Roma a partir de las declamaciones, pues en el fondo de todos estos discursos lo que prevalece es la idea tradicional de virtus, la moral romana de los tiempos de la República, un período que, como muy bien señala la autora, constituye “un marco de referencia tópico y utópico”. En efecto, la censura de comportamientos indecorosos constituye un tópico muy arraigado en la literatura latina de corte moralista, y como tal debe aparecer también en las declamaciones, que en última instancia –no lo olvidemos- son ejercicios retóricos, son una forma de literatura.


 

En definitiva, este capítulo pretende extender el universo declamatorio a la moderna línea de estudios sociológicos que analizan el papel de determinados grupos (o géneros, como se les llama en nuestros días) en la sociedad antigua. Se trata de un campo que, sobre todo para el ámbito de la mujer, cuenta con trabajos meritorios y ya clásicos, que, dicho sea de paso, la autora no menciona, como los de Eva Cantarella (La calamidad ambigua: condición e imagen de la mujer en la antigüedad griega y romana, trad. esp. en Ed. Clásicas, 1996), o el de Sarah Pomeroy (Diosas, rameras, esposas y esclavas: mujeres en la Antigüedad Clásica, trad. esp. en Akal, 1999). Cierto es, en cualquier caso, que el universo femenino apenas se ha tratado desde el enfoque de las declamaciones, algo que sucede con el tema de la homosexualidad, que, como la misma Van Mal-Maeder documenta, cuenta con trabajos recientes, como los de Amy Richlin o Erik Gunderson, entre otros.

Si alguna crítica puede hacerse a este capítulo, es que el análisis que lleva a cabo la autora tampoco arroja un resultado muy distinto del que cabría esperar y, además, honestamente creemos que hubiera sido mejor colocar este capítulo al final del libro, a manera de epílogo, ya que puede resultar desconcertante la inclusión de un análisis de tipo histórico y sociológico en medio de los dos capítulos más “literarios” y enjundiosos del libro, los que abordan la relación descriptiva y narrativa que las declamaciones mantienen respectivamente con la poesía y la novela.

 

Y de esta manera llegamos al último capítulo del libro, en el que se analizan las similitudes e influencias entre los ejercicios declamatorios y la novela, dos géneros que desde la primera mitad del siglo XX la crítica se ocupó de emparentar, basándose en una serie de criterios temáticos y formales que evidenciaban que la novela surgió a partir de la ficción de los ejercicios declamatorios. Al hilo de esto mismo, la autora comienza sintetizando estas marcas comunes tanto desde el punto de vista del contenido (presencia de personajes tipo, motivos recurrentes, situaciones enrevesadas o gusto por el elemento fantástico) como desde el ámbito estrictamente formal (técnica narrativa, rasgos estilísticos, etc.), llegando incluso a considerar –con bastante acierto, dicho sea de paso-, que los encabezamientos que abren las declamaciones son como “sinopsis susceptibles de dar lugar a desarrollos narrativos y dramáticos de tipo novelesco” (pág. 115), como una suerte de “novelas en miniatura” (pág. 116).

Con todo, hay evidentes diferencias entre ambos géneros, como la ausencia en las declamaciones de elementos típicamente novelescos como las tramas amorosas, las continuas peripecias de los personajes, el desarrollo psicológico de los mismos o, tal vez el más importante, el happy end característico de la novela antigua, que en las declamaciones se sustituye por un final abierto. Van Mal-Maeder matiza la relación de filiación que tradicionalmente han defendido autores como Rohde, Bornecque o Haight, para señalar que sería mejor hablar de analogía, de una afinidad nacida de los gustos literarios de la época en que dichas manifestaciones ven la luz. De este modo, sostiene la autora que existiría una especie de fondo común, de acervo sociocultural y literario que favorece la interrelación entre géneros, algo que, por lo demás, ya se ha estudiado hasta la saciedad a propósito de otros géneros, sobre todo a partir del siglo I del Imperio, en el que la retórica cruzó los límites de la escuela para convertirse en elemento fundamental de la creación literaria. Así pues, declamación y novela, como también la epopeya, el drama, la comedia o la historia, acaban nutriéndose mutuamente, de manera que en la novela antigua subyacen elementos de todos estos géneros literarios junto con otras convenciones particulares y exclusivas que la determinan en misma.

Esa interacción entre géneros queda demostrada, como indica la autora, a través de la célebre crítica a las declamaciones que Encolpio hace al principio del Satiricón, a las que acusa de ser las causantes de la decadencia de la oratoria y de la cada vez más deficiente educación de los jóvenes, algo que también mencionan Séneca el Rétor, Juvenal, Quintiliano o Tácito. No obstante, detrás de esta crítica se esconde, en opinión de Van Mal-Maeder, un auténtico ejercicio declamatorio en contra de las mismas declamaciones, que en el fondo es una idea recurrente que tal vez responda –y esto es un añadido nuestro- a ese sentimiento típicamente romano que mencionábamos antes, según el cual el período republicano sería la etapa de máximo esplendor de Roma a todos los niveles, una etapa tras la que todo fue en continua decadencia.

A pesar de que la crítica al sistema de enseñanza de la retórica basado en las declamaciones acabó siendo un tópico sobre el que incluso el tosco Trimalción se atreve a opinar, lo cierto es que el elemento ficticio que impregna dichos discursos pasó a nutrir la sustancia narrativa de la novela antigua. Ejemplo de ello puede ser la inclusión de un episodio como el de los procesos públicos, que encontramos varias veces en las Metamorfosis de Apuleyo y que ha caracterizado desde entonces a la narrativa occidental, llegando incluso hasta nuestros días, tal y como se percibe en el subgénero cinematográfico que podríamos llamar “cine de juicios”, con títulos ya clásicos como 12 hombres sin piedad, Testigo de cargo o Matar un ruiseñor.

Pero volviendo sobre la novela latina, hay que decir que tanto Petronio como Apuleyo aprovecharon el “hipotexto declamatorio” para enriquecer sus novelas con argumentos sensacionales pero también para intercalar discursos llenos de los ingredientes asombrosos e irracionales que caracterizan al estilo declamatorio. Las palabras de Van Mal-Maeder (pág. 127) son bastante claras a este respecto: “Las declamaciones habían evolucionado: concebidas en origen como ejercicios escolares, se habían convertido en obras de divertimento literario destinadas a un público de adultos amantes del género”.

Pues bien, uno de los campos que nos ayuda a ver con claridad esta relación entre la declamación y la novela partiendo de su común naturaleza ficticia es el de la presencia en ambos géneros de personajes tipo, tales como madrastras e hijastros, ricos y pobres, niños expuestos, piratas secuestradores, etc. En efecto, por la propia temática judicial que define a los ejercicios declamatorios, suele tratarse de personajes susceptibles de generar conflictos, envueltos en las situaciones más insólitas, y por ello mismo más afines a la ficción novelesca. Sin embargo, existe una característica que diferencia a estos personajes según aparezcan en un género o en otro: mientras las declamaciones normalmente siguen un estereotipo definido e inmutable, de manera que, por ejemplo, las madrastras son siempre crueles o los ricos siempre opresores, en las novelas, en cambio, estos mismos personajes presentan una mayor riqueza de matices y una evolución psicológica que puede dar lugar a giros sorprendentes y sofisticados en el desarrollo de la acción.


 

De entre estos personajes tipo que concurren en ambos universos ficticios, la autora llama la atención sobre la figura de la madrastra, pieza clave del triángulo que a menudo forma con el padre y el hijastro, tal y como se observa en más de una veintena de casos en el corpus declamatorio latino y también en las novelas de Apuleyo o de Heliodoro. El protagonismo –casi siempre negativo- de la madrastra evoca irremediablemente algunos episodios pertenecientes a la comedia, el mimo o la tragedia, género este último en el que destaca sobremanera la figura de Fedra enamorada de su hijastro Hipólito, una historia cuyo dramatismo encajaba a la perfección en el imaginario de las declamaciones. De ahí pasaría a géneros literarios que alcanzaron un gran desarrollo en época imperial, como la novela o la elocuencia epidíctica, hasta desembocar, con el paso de los siglos, en los cuentos populares que escuchamos en nuestra infancia, en los que la madrastra era un personaje recurrente y siempre malvado.

Se echa en falta, sin embargo, alguna referencia a otro género también teñido de los colores dramáticos, sobre todo en época imperial, como es la historiografía, que de la mano de autores como Tácito estableció una clara conexión con el mundo legendario de la tragedia o de la épica, corroborando así esa interrelación entre géneros que la autora pretende demostrar. A este respecto, no encontramos mención alguna a los crueles retratos que Tácito ofrece de la dinastía Julio-Claudia en sus Annales, una obra que presenta evidentes y demoledores ejemplos de la saeva noverca, a través de los manejos y malas artes de Livia, la esposa de Augusto, o de Agripina, la madre de Nerón, personajes que algunos críticos no dudan en calificar de inspiradores del Séneca trágico: el mito quedaba obsoleto ante los incestos y asesinatos que se observaban en la realidad del Imperio.

La última parte del capítulo se centra en el análisis de la materia declamatoria contenida en la novela amorosa Leucipa y Clitofonte, del alejandrino Aquiles Tacio. En ella, la abundancia de discursos y diálogos en estilo directo dan una idea de la importancia de la elocuencia en la novela antigua y de la trascendencia de la palabra como fin en mismo en estas creaciones deudoras, en última instancia, del componente retórico. De manera sugerente y original, Van Mal-Maeder sella definitivamente el vínculo de unión entre los ejercicios declamatorios y la novela, al señalar que la enseñanza de la retórica en las escuelas tendría una continuación “real” en las novelas, que de este modo vienen a ser una especie de “ejercicio práctico” en el que plasmar todos los ejercicios teóricos aprendidos ante el maestro, como la composición de sentencias, narraciones, descripciones o comparaciones, y que concluían con el episodio del proceso judicial, construido sobre la base de las declamaciones que el alumno de retórica aprendía en la última etapa de su formación. La guinda al pastel nos la ofrece Danielle Van Mal-Maeder cuando resume el argumento de la novela de Aquiles Tacio como si fuese el tema o encabezamiento de una controversia, y que viene a representar de manera cristalina esa íntima relación entre las declamaciones y la novela que defiende a lo largo del libro.

De este modo, las novelas antiguas de Petronio, Apuleyo, Heliodoro o Aquiles Tacio tienen muy en cuenta la materia declamatoria, hasta el punto de que “se apropian de ella para someterla a las convenciones de la novela”, como se ve en el recurso al páthos y en otros muchos “trozos de retórica” –como los llama la autora- intercalados en la trama, enriquecida a su vez con otros elementos narrativos como los cambios de perspectiva que producen efectos de sorpresa en el lector o le dan una posición de privilegiada omnisciencia frente al protagonista del relato.

 

El libro concluye con un Apéndice que nos ofrece el texto latino y la traducción francesa de los temas y leyes de las diecinueve Declamationes maiores pseudoquintilianeas, seguido de un amplio y completo apartado bibliográfico, un Index locorum en el que aparecen todos los autores y pasajes citados, y por último un Index nominum et rerum.

Con respecto al apéndice, su utilidad queda fuera de toda duda, si bien desconocemos el motivo por el que la autora se limita a incluir los encabezamientos de las Declamationes maiores, y no hace lo propio con los de las Controversias y Suasorias de Séneca el Rétor, sobre todo porque ya al principio del libro (pág. 2) la autora sitúa ambas colecciones al mismo nivel de importancia, muy por encima en todo caso de otras compilaciones que se prestan menos al análisis que se propone, como las anónimas Declamationes minores o los fragmentos que se conservan de las controversias de Calpurnio Flaco. Tratándose de una monografía no muy extensa como es la que presentamos, habría sido muy útil y apropiado añadir a los temas de las Declamationes maiores los de los discursos de Séneca, pues, como señala la propia autora, ambos “tienen de especial el haber llegado hasta nosotros de forma íntegra”, lo que posibilita un análisis literario más completo y concluyente de la cuestión. No cabe duda de que ello aportaría al lector una visión más integral de la materia declamatoria romana y una información más exhaustiva sobre su proceso de creación, sus temas, personajes, etc.

En cuanto a la bibliografía, el abultado número de referencias que recoge la autora no hace sino mostrar claramente el creciente interés que en los últimos años ha despertado una cuestión como la de las declamaciones, que nunca ha destacado por ser muy estudiada. Es digno de elogio el dominio con que Van Mal-Maeder maneja no ya la bibliografía más clásica y contrastada, sino sobre todo los numerosos trabajos aparecidos más recientemente, entre ellos los de Krapinger, Deremetz, Tabacco o Stramaglia, a los que la autora remite con bastante frecuencia. La perfecta síntesis de la bibliografía más usual junto con la más reciente da una idea de la extraordinaria labor que Van Mal-Maeder lleva a cabo en este libro, y lo mismo cabe decir de su profundo conocimiento del corpus declamatorio latino, como queda de manifiesto a través de la profusión de ejemplos que ilustran y explican los conceptos teóricos. Ello dice bastante del contenido de este libro, del que sin duda puede aprender –y mucho- no sólo cualquier neófito en la materia, sino aquellos más experimentados en este tipo de literatura.

 

En definitiva, y a pesar de la escasa relevancia que durante mucho tiempo las declamaciones han despertado entre los estudiosos del mundo clásico, quién sabe si por la “mala prensa” que siempre ha acompañado a estas composiciones, consideradas muchas veces sublimación y paradigma de la retórica más vana y superficial, lo cierto es que desempeñaron un labor fundamental en la educación antigua y más concretamente en la enseñanza de la retórica, que equivale a decir en el proceso de creación literaria. Muchos de los elementos narratológicos que forman parte de las declamaciones son los mismos que vemos en la literatura que podríamos llamar “de ficción”: elementos como las descripciones, la pintura de imágenes, las comparaciones más rebuscadas o la adornada narración de los hechos tienen por objeto suscitar emociones en el lector o espectador, es decir, “convencerle” plenamente de lo que está leyendo u oyendo.

Y, obviamente, aquí juega un papel crucial la estrecha relación que se establece entre la retórica y la literatura latina a partir del siglo I de nuestra era, una relación si cabe aún mayor en épocas posteriores, como se deduce del lenguaje artificioso en que se escribieron, probablemente en el siglo IV, las Declamationes maiores pseudoquintilianeas. De esta manera, la pretendida ausencia de valores literarios que continuamente se ha achacado a estas composiciones y que ha provocado el desinterés por parte de la crítica sería a todas luces infundada, y este libro, en la medida de lo posible, ha venido a cubrir este vacío, a paliar ese menoscabo y a reivindicar la literariedad de estos discursos ficticios, situándolos al mismo nivel de otros géneros también ficticios como la poesía, el drama o la novela, con los que comparte elementos descriptivos, narrativos y, en suma, poéticos, en el sentido etimológico del término. A ello hay que añadir, no lo olvidemos, la importancia que estos discursos tenían en la educación antigua, en la que representaban el último escalón de la formación retórica del futuro orador, comparable con los estudios universitarios en el mundo moderno.

Todo ello justifica la aparición de un libro como el que reseñamos, que sin duda supone una importante aportación al estudio de la declamación y la novela en el mundo romano.

 

 

JOAQUÍN VILLALBA ÁLVAREZ

Universidad de Extremadura



[1] Este trabajo se enmarca en el Proyecto de Investigación BFF2009-06111