El trabajo del historiador
en el siglo XVII: las Décadas de Antonio de Herrera y Tordesillas
(1549-1625)
The
work of the historian in the seventeenth century: the Décadas of Antonio
de Herrera y Tordesillas
(1549-1625)
Muriel
Debouvry-Valcarcel
Resumen: Este
trabajo intenta comprender la dimensión sociopolítica del trabajo del
historiador en el siglo XVII en lo tocante al uso de las fuentes. Una
cuestión importante acerca del contexto historiográfico de la Monarquía
Hispánica se relaciona con el cargo de Cronista Mayor de Indias: ¿en qué
medida esta posición social constituía una instancia de legitimidad respecto
del uso de las fuentes preservadas en los archivos reales? Examinaremos el
rol político de Antonio de Herrera y Tordesillas con miras a comprender mejor
la concepción del trabajo del historiador en la época sobre este punto. Abstract: This article attempts to grasp the
sociopolitical dimension of the historian’s work in the seventeenth century
focusing on the use of sources. A fundamental question about the
historiographical context of the Hispanic Monarchy relates to the office of
Chief Chronicler of the Indies: to what extent did this social position
constitute an instance of legitimacy regarding the use of historical sources
preserved in the Royal Archives? We will explore the political role of
Antonio de Herrera y Tordesillas for better understanding the historical
thinking at the time in this regard. |
Palabras clave: archivos reales, verdad histórica, escritura de la
historia, monarquía hispánica, prudencia
Keywords: royal archives,
historical truth, historical writing, Hispanic Monarchy, prudence
Fecha de recepción: 17 de septiembre
de 2024
Fecha de aceptación: 3 de diciembre de 2024
1. El trabajo con las
fuentes: compilación de materiales
y análisis crítico de los
documentos
El título de esta contribución
indica “el trabajo del historiador en el siglo XVII”. Los cronistas utilizaban
en la época la expresión “historiador” para hablar de sus trabajos o de
aquellos de sus colegas, pero no todos entendían lo mismo por este término, o,
en tanto que “historiadores”, todos no se autopercibían
del mismo modo. Uso la expresión “trabajo del historiador” para referirme a la
cuestión historiográfica de la escritura de la historia tomando en cuenta tres
aspectos imbricados: la institución del Consejo Real y Supremo de las Indias y
el puesto de Cronista Mayor de Indias, las consideraciones metodológicas sobre
el uso de las fuentes según los distintos cronistas de esta época, y los
términos, conceptos o metáforas utilizados por los mismos para referirse al
trabajo del historiador. Diversos especialistas han examinado las
características del puesto de historiador oficial de la corona con un
particular enfoque en la función de consejero y propagandista político.[1] Sin
ninguna falsa modestia, voy a remitirme a las investigaciones de estos autores con
miras a reflexionar sobre el uso de las fuentes en la época, específicamente
acerca de qué valores los historiadores atribuían a los documentos en relación
con la determinación de la verdad histórica.
Sabemos que las
funciones de los historiadores oficiales de la corona eran múltiples y
complementarias: componer un discurso continuo acerca de los hechos notables de
los reyes de la Monarquía Hispánica y sus orígenes, seleccionar
estratégicamente los hechos del pasado para edificar una memoria nacional
histórica que fortaleciera la unidad de España,[2] informar y aconsejar al
soberano sobre asuntos político-militares, pero también culturales.[3]
Ahora bien, respecto específicamente del trabajo de investigación histórica,
¿se trataba de compilar y publicar fuentes diversas consultadas en los archivos
reales a fin de transmitir la memoria del pasado glorioso de España? O, en
cambio, ¿el historiador debía intentar cotejar los diversos documentos con el
objetivo de establecer rigurosamente la verdad?
Nos interesa pensar
cuál era la idea de historia en la época al respecto; en particular, la
concepción del trabajo del historiador en lo tocante a sus prácticas de
investigación y composición de los relatos. Recordemos que en la dedicatoria a
Felipe III de la “Década quinta” (1615), Herrera escribe: «Muchas son las
razones que mueve a escribir historia». Enumera dos: agradar a los soberanos y
nobles cuyos hechos se narran, perseguir la gloria por medio de la exhibición
de la elocuencia, y luego agrega: «y también incita la utilidad de publicar lo
que está oculto para que la verdad tenga su debido lugar».[4] Reflexionamos
muy a menudo sobre esta cuestión. Y no es sino a partir del estudio de cada
caso, de cada caso de escritura de la historia, que podemos vislumbrar la
complejidad de la idea de historia en la época. En ese sentido, la función de
Cronista Mayor de Indias que ejercía Herrera y Tordesillas constituye un
elemento sumamente importante para examinar la dimensión sociopolítica de las
prácticas historiográficas en el siglo XVII.
2. ¿Herrera y Tordesillas, autor de
las Décadas?
Los especialistas no dudan en afirmar que Herrera y Tordesillas no
“escribió” una historia en sentido estricto. Muy atinadamente Bénat-Tachot sugiere que su manera de componer las Décadas
consiste más bien en el arte del découpage,
evocando «los juegos de una intertextualidad que nunca se deja ver (les jeux d’une intertextualité
qui ne se donne jamais à voir)»,[5] pues Herrera tomó la decisión de copiar y pegar
extractos de los textos de Bartolomé de Las Casas, Pedro Cieza de León,
Cervantes de Salazar, Francisco López de Gómara o José de Acosta, entre muchos
otros, además de los datos extraídos de las fuentes primarias. Mariano Cuesta
Domingo revisó todos los veredictos y consideraciones del caso. Desde la
crítica más dura respecto del valor historiográfico de esta obra, la de Juan
Bautista Muñoz, en el siglo XVII: «no hizo más que juntar retazos y extractos,
a manera de quien dispone por el orden de los años y aun de los meses y días
las narraciones tomadas de todas partes, como materiales para escribir una
historia»,[6] a la más elogiosa, y polémica, a mi modo de ver, la
de Menéndez Pelayo: «como hombre de discreción y gran juicio, mejoró
siempre los originales de que tan libremente se servía»,[7] poniendo el énfasis en el estilo más que en el
valor científico de la obra. Pero Menéndez Pelayo agrega un comentario que me
parece importante destacar. Herrera merece por ello, dice el autor, «la loa
de compilador metódico y elegante, fácil y agradable de leer
siempre, útil hoy mismo, y utilísimo cuando se desconocían los documentos
originales de la América española […] por más que la gloria de Herrera,
conocidos ya los originales, deba repartirse hoy entre muchos participantes».[8]
Vemos que
Menéndez Pelayo insiste en el carácter de “compilador” de los “documentos de la
América española”, destacando el aspecto metódico de su trabajo: elegante,
fácil y agradable de leer, y sobre todo útil. En la segunda mitad del siglo
XVI, los humanistas se dedican a componer tratados de retórica o de filosofía
moral y prestan especial atención a estos aspectos metódicos: la elegancia, la
dulzura del estilo, pero también la sencillez, el estilo llano, claro, pues el
fin último era la utilidad pedagógica.[9] Su objetivo es ofrecer, por ejemplo, un compendio
de las obras científicas de Aristóteles, o de los tratados retóricos antiguos
aportando personalmente la organización y el orden de los contenidos, es decir
la dispositio de los materiales,[10] a fin de ofrecer a los estudiantes un útil de
estudio pedagógicamente adecuado; en otras palabras, eficaz. Los especialistas
coinciden hoy en este punto: el mérito de las Décadas no es la
originalidad de la pluma de Herrera sino la habilidad retórica de este para
organizar grandes masas de información.[11] En su Discurso sobre los provechos de la
historia donde trata, entre otras cosas ligadas a la historia, acerca
de cómo ésta tiene que escribirse, notamos el énfasis que el cronista pone en
la disposición de los materiales, evocando la figura tradicional del “tejido”:
No se han de poner en historia las cosas que luego se saben, sino
informarse con diligencia de quien se ha hallado en el hecho; y no pudiendo
ser, oyase á los que se hallare que lo cuentan con
mayor sinceridad y verdad, y que se conocerá que no añaden ni quitan,
considerando lo que por conjeturas parecerá más probable; y luego haga su
borrador formando su cuerpo y texiendo su tela,
acomodando cada cosa con cierta numerosidad […].[12]
El término «acomodar» se refiere precisamente a la
disposición de los materiales, a la manera de compilar los diversos textos, o al
modo de «aparejar», es decir, de preparar y presentar, la información: «Quando las cosas estubieren
dispuestas y aparejadas de esta manera […]».[13] A pesar de que Herrera insiste en el carácter
verdadero de su historia, la cuestión de la demostración metodológica de la
verdad no es un asunto que el cronista discuta. De algún modo, la verdad es el
resultado de la selección de los materiales, de su manera de organizarlos, y,
sobre todo, del crédito que el historiador posee ante los ojos de las
instituciones. Las historias que no son “dignas de crédito” reenvían a consideraciones
éticas y políticas de sus autores sin ahondar mucho en el análisis de las pruebas
y argumentos sobre los hechos en cuestión.
En el siglo XVII, precisa Malavialle,
«los teóricos de la historiografía reflexionan ante todo a un método de lectura
(c’est avant tout à une méthode de lecture que les théoriciens de l’histoire réfléchissent)».[14] Leer los materiales, codificarlos, organizarlos,
componerlos en sentido visual y espacial era uno de los aspectos que el método
de Jean Bodin había considerado en su Methodus
ad facilem historiarum cognitionem (1566), y no el menos importante.[15] Para Bodin el trabajo metodológico no consistía en
el análisis de la verdad de los hechos sino en la organización de los textos
históricos a partir de un trabajo de lectura previa que vislumbraba la unidad,
la coherencia, la claridad global de los materiales. De ese modo, se tenía en
cuenta la facilidad de la lectura y la eficacia en el aprendizaje de los
ejemplos de la historia que debían ser imitados, de acuerdo con la función de
la historia como magistra vitae. No se trataba de encontrar los
argumentos y de formular razonamientos, es decir de la inventio,
sino de “contar los hechos” según los relatos autorizados en función del
criterio social de la conveniencia y del interés político. Del mismo modo
Pierre de la Ramée se dedicó a elaborar un método
didáctico de lectura de los textos más que a establecer un arte de indagación
de la verdad histórica.[16] Me parece importante vislumbrar esta distinción, a
fin de no caer en generalizaciones respecto de los modos historiográficos del
Siglo de Oro español. Los vínculos institucionales que consolidaban las redes
de poder eran en este sentido determinantes en el trabajo de cada cronista. El
término «verdad», en los textos historiográficos siglodoristas,
se dice de diversas maneras. Dicho de otro modo, las crónicas son verdaderas en
función de la reputación de los autores a los ojos de la corona. En las propias
palabras de Herrera, «él no hace el oro ni la plata», es decir los
hechos de la historia, sino «que lo pule y lo labra». La metáfora del
espejo que utiliza Herrera es elocuente al respecto:
Tenga siempre el historiador su ánimo semejante á
un claro espejo que haya con cuidado impreso el centro, de manera que como
habrá recibido las formas y presentaciones de los hechos, tales las represente
para que sean miradas sin poner nada torcido ni pervertido ni de diverso color ó mudado de especie, porque no es el oficio del histórico
hacer el oro ni la plata, sino labrallo y polillo,
componiendo bien y rectamente las cosas sucedidas, y representallas
al vivo lo mas que se pudiere.[17]
En este sentido, hallamos en el pensamiento
historiográfico de Herrera la idea de contar los hechos tal como los encuentra
el cronista en las fuentes, tal como los “recibe”. No es su interés
demostrarlos.
Recordemos también los grandes trabajos de
compilación de las leyes de Indias y de las pragmáticas, que apuntaban a la
utilidad, a la eficacia en la transmisión de la información. Una tarea de tal
envergadura debe considerar al mismo tiempo el control de la información y la
eficacia en su transmisión: “fácil de leer”. Serge Gruzinski
se refiere al respecto a uno de los aspectos de la modernidad que la
exploración vertiginosa de las cuatro partes de mundo promovió: la aceleración
en la difusión de la información asociada a la velocidad de la producción de
las obras. Frente a las grandes masas de información vertiginosamente vertidas
en el mundo desde sus cuatro continentes, los cronistas reales e historiadores
aceleran sus modos de producción historiográfica.[18] La eficacia en la tarea de juzgar, seleccionar,
compilar y ordenar los materiales constituía sin lugar a duda una de las
competencias capitales del trabajo del historiador. La lectura silenciosa y
lenta del erudito del Medioevo tiene cada vez menos lugar frente al
desplazamiento de las fronteras del mundo conocido. La información se vuelve un
archivo infinito. En este orden de ideas, Gruzinski
sugiere que el plagio era una manera de abordar y llevar a cabo con éxito la
gigantesca empresa de compilación y conservación de los materiales.[19]
No podemos sino agradecer esta licencia de los cronistas, cuando hoy accedemos
a los textos de Colón a través de la mano de Bartolomé de las Casas.
De algún modo, la cuestión de la manera de leer
también resulta central cuando abordamos los textos de las Décadas: cómo
leer esta historia a sabiendas de que Herrera al fin y al cabo produjo muy poco
aquí en términos de conocimiento científico, y no solo aquí. Los especialistas
se encuentran frente al dilema de la autoría de algunas obras siglodoristas, textos que no son en realidad sino versiones
de las obras de otros autores. La cuestión del plagio asoma nuevamente en las
discusiones. Adrian Guyot mostró hábilmente cómo uno
de los discursos redactados por Herrera es una versión del tratado de Filippo Cavriana, Discorsi sopra i primi cinque
libri di Cornelio Tacito, con
algunos aportes personales de Herrera que, sin embargo, son muy interesantes
para examinar el pensamiento político-filosófico de la época en lo tocante al
arte de medir lo que se dice y lo que se calla en los escenarios del poder.[20] Arte que, como sabemos, hunde sus raíces en la
filosofía platónica.[21]
En todo caso, una certidumbre se impone: no podemos
concebir la idea de plagio del mismo modo que lo hacemos en nuestros días, en
una sociedad que se rige por la protección legal de la “originalidad” del
autor, con todos los debates que, con todo, este concepto suscita.
3. Compilar la materia histórica sobre las Indias: los
criterios sociopolíticos de la determinación de la verdad
En la dedicatoria
al rey Carlos V de la Historia general y natural de las Indias Fernández
de Oviedo dice: «demás de cumplir lo que Su Majestad Cesárea me tiene mandado
en copilar estas materias, creo que sirvo a Vuestra Señoría
Reverendísima en ello, y se da noticia al mundo de muchas cosas que
serán gratas a los oídos de los prudentes». Y se refiere al rey en estos
términos: «de tanta auctoridad y ciencia, e tan experimentada e informada
y ejercitada en oír cada día las cosas deste imperio
de Indias».[22]
Tener al rey bien informado era uno de los deberes de los cronistas de Indias.
Desde el inicio de la empresa colonizadora, la circulación de la información
entre la península y las Indias adquiere un rol capital.[23]
Marcos Jiménez de la Espada muestra la evolución del interés de los Reyes
Católicos respecto del descubrimiento de las nuevas tierras a partir del cambio
operado en el tono de las cartas de los soberanos a Cristóbal Colón: si en las
primeras cartas, estos “piden” informaciones al navegante sobre determinados
aspectos, en las instrucciones del cuarto viaje el tono se vuelve imperativo, y
la información transmitida adquiere por añadidura un estatuto legal.[24] Como ya lo he señalado, diversos especialistas
han comentado la titánica tarea de Herrera respecto de la gran cantidad de
materiales que este tuvo que consultar, organizar, y por supuesto copiar, en
algunos casos con las modificaciones que el decoro o la conveniencia imponía.
Lo que ofende a la monarquía, lo que «socava
los fundamentos del estado»,
como dice Ambrosio de Morales en su Crónica general de España,[25] no
puede ser publicado sino guardado en los archivos, en las versiones sin “pulir”
ni “labrar”. Es interesante preguntarse, con todo, si la corona no había puesto
en práctica otras maneras de trabajar en la época, más rigurosas, más costosas
tal vez, pero más “científicas” en lo que se refiere a la determinación de la
verdad a partir de la crítica de las fuentes. Porque una evidencia se impone
acerca de las Décadas de Herrera: se trata aquí efectivamente de
publicar los materiales conservados en los archivos y no de establecer si los
hechos ocurrieron efectivamente de esta o aquella otra manera. Amparado por los
poderes que le otorgaba el rey, Herrera incluye ciertos materiales y descarta
otros, como las crónicas de Sahagún, Olmos y Mendieta, porque no son dignas de
crédito. Las “historias” que Herrera efectivamente compila en las Décadas,
por el solo hecho de haber sido incluidas, pasan efectivamente a ser
consideradas verdaderas, “aprobadas” por la corona. No se investiga la verdad,
sino que se toman decisiones sobre lo que debe ser contado, y sobre todo
“publicado”, “difundido” como verdad, y lo que debe ser omitido, ocultado, de
modo que no solo la prudencia política guía el trabajo del historiador, sino
que este último toma decisiones fundamentales sobre el valor de los documentos
que se conservan en los archivos reales.
Se da por sentado que los relatos son
verdaderos y fidedignos, y el estatuto de Cronista Mayor de Indias, además de
aquel de cronista real de Castilla, es sin lugar a duda una garantía social
insuperable en este sentido. El prestigio social del orador, su fama en tanto
que hombre digno de crédito ya era en las retóricas antiguas un elemento
determinante de la verdad de los discursos que aquel profería.[26]
Pero si comparamos el caso de Herrera con el de Ambrosio de Morales, cronista
real de Felipe II desde 1563, las diferencias son significativas. Morales
precisa en sus Antigüedades de las ciudades de España que, en lo tocante
al uso de las fuentes, él no se dejaba guiar por el criterio de “autoridad”
sino por el buen razonamiento de los autores. En cambio, el proyecto de Herrera
está ligado a otros proyectos de la corona, de mayor envergadura política. Juzgar
la legitimidad de ciertos relatos de Indias, y desacreditar otros, constituía
en efecto una función “soberana” del Cronista Mayor de Indias respecto de los
cronistas de Indias.
De
modo que es interesante, repito, pensar si otras maneras de elaborar el trabajo
de compilación de todas las historias sobre las Indias habían sido evocadas al
interior del taller historiográfico real.[27] Arndt Brendecke examina el caso de la composición de las Décadas
y sugiere que, habida cuenta de la inmensa cantidad de material y el extenso
período histórico considerado, «hubiera sido más realista calcular desde el
principio varios estadios de redacción del material y destinar un equipo a esta
tarea, no un solo cronista-cosmógrafo real».[28] El
especialista alemán menciona al respecto un memorial de López de Velasco –antecesor
de Herrera en el cargo de Cronista Mayor de Indias– donde este aconseja a
Felipe II que una junta de eruditos se ocupe de componer la historia de su
reinado:
La junta debía
estar compuesta por entre cuatro y seis personas, que durante un año y medio
tendrían que estudiar en primer lugar todos los documentos. Luego estaba
previsto que las descripciones de los hechos del rey fueran reescritas por un
estilista experimentado.[29]
Este
dato es indicio de que otras modalidades de trabajo historiográfico eran
discutidas en la época. Estamos lejos aquí de los tiempos veloces de
composición que imponía el flujo de grandes masas de información vertidas desde
las cuatro partes del mundo.
Por
otro lado, en un dictamen acerca de la veracidad de la crónica de Perú de Diego
Fernández de Palencia, dictamen solicitado específicamente en tanto que
Cronista Mayor de Indias, López de Velasco advierte sobre las medidas de
prudencia que se deben considerar a la hora de determinar qué informaciones
difundir, y qué noticias del Nuevo Mundo callar, aun cuando éstas fueran
verdaderas, pues los agentes implicados en las historias enojosas podrían luego
tomar decisiones contra la corona. Es por eso que el juicio
acerca de la falsedad o la veracidad de algunos datos debía tener en cuenta
consideraciones políticas:
Demas desto, cuando se pueda averiguar lo susodicho y sea justo y
todo sea verdad, parece que se deva mirar si será en
servicio de Vuestra Alteza y convendrá para la fidelidad que se deve esperar en lo porvenir de aquellas provincias, dexar en historia publica y aprobada por su Vuestra Alteza
declaradas por desleales o sospechosas en su real servicio aquellas republicas
y personas, quedando como quedaran dello descontentas
y quexosas de la clemencia de vuestra Majestad, y,
por esto, mal dispuestas para lo que adelante se podría offrescer.[30]
Este
extracto es sumamente interesante porque nos permite comprender sobre qué
criterios se fundaba la decisión de publicar una “verdad” o de dejarla
enterrada en los archivos: no había que ofender a los agentes implicados en
tales historias. Es de este modo que se regulaba, en efecto, la suerte de los
funcionarios reales de las colonias. López de Velasco «pone de relieve con
claridad la dimensión política del trabajo historiográfico y también toca
finalmente el tema de las consecuencias metodológicas para la cronística
oficial».[31] Ya
se recordará la caída en desgracia del padre del Inca Garcilaso de la Vega como
consecuencia de lo que publicaron los historiadores sobre el caballo que este
le ofreció a Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina.[32]
Caer en desgracia a los ojos de la corona significaba, a fin de cuentas, que la
denigración del funcionario en cuestión ya no representaba un riesgo político
para el rey en un futuro no muy lejano. También se comprenderá el alcance de la
decisión del Consejo Real y Supremo de las Indias de “confiscar” los manuscritos
de las crónicas de Las Casas, Cervantes de Salazar, Sahagún y Cieza de León,
además del Sumario de López de Velasco, que, como sabemos, fue la fuente
principal de la Descripción de las Indias occidentales de Herrera
(1601). No es vano recordar al respecto la confiscación de los papeles
de Juan Páez de Castro ordenada por Felipe II en 1570, en busca de, en
particular, la crónica sobre Carlos V que el cronista habría redactado. Las
palabras de la cédula real eran precisas: poner a recaudo «todos los papeles tocantes à la dicha
crónica».[33] Se
comprenderá que la figura de la “autoría” en la época incluía la persona del
rey como copropietario de las producciones historiográficas. El Cronista mayor
de Indias usaba libremente las fuentes custodiadas en el archivo real. ¿No eran
acaso las obras propiedad del rey?
4. El uso “libre”
de las fuentes: ¿plagio o práctica legitima?
Mas allá de la función política que la composición de las Décadas
cumplía respecto de la neutralización de las críticas negativas de la Monarquía
Española, en particular en lo tocante al supuesto derecho de la corona de la
conquista y colonización de las tierras de los amerindios, es importante, me
parece, tratar de entender el marco legal y administrativo de la composición de
las Décadas, pero también de otras obras igualmente extensas.
Por un lado, voy a detenerme en los criterios de la
época acerca del plagio o la cuestión de la propiedad intelectual, como
diríamos actualmente, o, mejor dicho, de la inexistencia de esa categoría
legal.[34] Podemos aventurar que precisamente debido a que no
existía esa figura legal, el “préstamo” –eufemismo si los hay– de los extractos
de otras obras era tolerado, y aceptado, como algunos especialistas señalan. En
otras palabras, era la “norma” en la época. Sin embargo, quejas por aquí y por
allá sobre esta práctica nos permiten comprender que no era en realidad tan
tolerada. Y que provocaba a veces no pocas tensiones en la República de los
letrados. En definitiva, se trataba de una cuestión de “autoridad” y de
“autoría”, pero sobre todo de poder político y social. El poder de publicar los
trabajos era considerado un signo de poder, el poder de quien podía “vender”
sus conocimientos.
El veredicto de crónica fidedigna y digna de crédito
estaba vinculado no solo o no tanto con los hechos narrados, sino con la
legitimidad del autor. Legitimidad que reposaba en el caso de Herrera sobre los
derechos y atribuciones otorgados por el rey. Me refiero específicamente al
derecho al acceso a los archivos reales y al uso “libre” de los manuscritos
confiscados por el Consejo Real de las Indias que he mencionado arriba. Si hoy
concebimos estas obras como textos dentro de un marco cultural específico, catalogados
como “Crónicas de las Indias”, es importante, me parece, tratar de
entender cuál era el valor de estos textos a los ojos de la corona. Recordemos
que las crónicas de Indias formaban parte del plan de centralización de la
información sobre las Indias para uso administrativo, jurídico y político. Como
Bénat-Tachot señala, las modificaciones de los textos
de Las Casas que Herrera realiza en las Décadas apuntaban a suprimir la
crítica lascasiana a propósito de las condiciones de
los indios en las colonias. Pero incluir las descripciones de la República de
los Indios elaboradas por Las Casas obedecía al mismo tiempo a una estrategia
bien precisa: mostrar que la corona se ocupaba también de la República de los
Indios. Concretamente, que consideraba importante describirla para mostrar el
interés del rey en proteger a sus súbditos: «Es una operación de ‘comunicación’ frente al
surgimiento de la leyenda negra (C’est une opération de “communication” face à la montée en puissance de la légende noire)»,
señala Bénat-Tachot.[35] Como no podía ser de otro modo, Herrera sigue los
pasos de su predecesor López de Velasco: se trataba de encontrar el delicado
equilibrio entre decir y callar, entre contar y ocultar. Malavialle
afirma en esta perspectiva que el trabajo historiográfico de Herrera ilustra
«los límites menos específicamente metodológicos que sociales de la crítica
histórica de la época (les limites moins spécifiquement méthodologiques
que sociales de la critique historique de l’époque)».[36]
En este orden de consideraciones, me parece
pertinente reflexionar sobre la consideración del carácter de las fuentes en la
época. Por un lado, desde el punto de vista legal y social de la autoridad. Y,
por otro lado, teniendo en cuenta el carácter “científico” de los documentos
históricos sobre los cuales el historiador se basaba para determinar la verdad
de los hechos. Dicho de otro modo, me parece importante observar las
diferencias en la manera de “escribir la historia” en el Siglo de oro español
según el marco social de cada autor. En anteriores trabajos he aventurado
algunas hipótesis sobre el trabajo de los cronistas oficiales de Felipe II,
Ambrosio de Morales y Juan Páez de Castro.[37] Estos dos autores son
singulares en lo tocante al uso de las fuentes: Morales cita abundantemente sus
fuentes, y no deja de agradecer la generosidad de aquellos que le han ofrecido
los resultados de sus propias investigaciones, como es el caso de Juan Fernández
Franco. Y Páez de Castro solo dejó apuntes y prólogos de su crónica sobre
Carlos V. Ninguna crónica terminada nos permite pues examinar su trabajo
concreto con las fuentes. Es por eso que sus reflexiones “metodológicas”
propuestas en su Memorial de las cosas necesarias para escribir Historia
cobraron tanta importancia. La imposibilidad de aplicar la manera de escribir
la historia que él mismo había concebido, debido al acceso con restricciones al
Archivo de Simancas,[38] lo hubiera contrariado a
tal punto que solo avanzó en la redacción de su crónica redactando en diversos
cuadernos los hechos, textos que conocemos como sus “apuntes históricos”. Lo
cual nos incita a preguntarnos: de haber tenido acceso a todos los archivos, y
acabado su crónica, ¿la hubiera “aprobado” Felipe II? Brendecke
se hace otra pregunta, que viene al caso: ¿por qué teniendo un acceso casi
irrestricto a los archivos, ciertos cronistas españoles, y Herrera en
particular, fueron tan poco “productivos”? Es decir, ¿por qué Herrera no
produjo un conocimiento “científico” según los criterios de la época? Esa
productividad debía tener en todo caso una dirección política predeterminada.
Política que no cambió mucho en los siglos siguientes al interior de la corona,
como la suerte de Malaspina en el siglo XVIII nos lo recuerda. La razón de la
baja productividad de los cronistas oficiales,
concluye Brendeke, «hay que buscarla en una constelación
metodológica que transciende el mero material y que se puede denominar el
dilema de la cronística oficial centrada en la corte». “Constelación centralista”[39] es la fórmula que propone Brendecke
para pensar el trabajo del historiador oficial de la Monarquía Hispánica. Todas
las noticias del Nuevo Mundo conducían a Castilla. ¿Quién tenía por otro lado acceso casi
irrestricto a los archivos? Aquel experto que dominaba una de las competencias
esenciales requeridas para desempeñar la tarea de Cronista Mayor de Indias:
saber discriminar qué había que mantener guarecido bajo llaves en el interior
de los archivos del Consejo y qué había que dejar publicar, no solo para
edificar la gloria de la monarquía, sino, como había señalado López de Velasco,
porque publicar las cosas enojosas de las colonias en lo que concierne al
funcionamiento de las autoridades locales podía causarle perjuicio al rey en el
futuro. Valía mejor no ofenderlos. En definitiva, una competencia del orden
social de lo político: la prudencia.
5. Las quejas de
los préstamos no declarados
Lafaye insiste en el carácter literario de la historia en el Renacimiento
haciendo hincapié en el valor ejemplar de los hechos relatados que los
historiadores pretendían transmitir. Desde esta óptica, el plagio en la época
no era condenado moralmente, precisa el autor:
Si hoy sabemos que el plagio, en arte o literatura, no era un acto
inmoral en el siglo XVI, hemos de considerar la historia de ese tiempo como un
género literario. Sus fines eran los de los antiguos: proponer ejemplos
edificantes, glorificar personajes y los de los modernos: exaltar valores
espirituales confundidos con los intereses nacionales o políticos; por último,
presentar, bajo una forma elegante, hechos que elevaran el espíritu. La idea
misma de la objetividad en historia pasaba inadvertida; epopeya en prosa, obra
de propaganda, historia natural, la historia del Nuevo Mundo no puede ser
utilizada por el historiador moderno más que como historia de las ideas, y no
de los hechos.[40]
Considero que el argumento según el cual la historia era un género
literario en el periodo del Siglo de Oro español soslaya la complejidad de la
cuestión. Como ya lo hemos sugerido, para comprender el trabajo del historiador
en la época debemos considerar en particular los elementos sociopolíticos que
condicionaban sus prácticas, especialmente el alcance de sus redes de poder en
el seno de la corona. Por otro lado, veremos que los mismos poetas no se
sentían muy a gusto con la apropiación libre de sus versos. La necesidad de
tener más poder sobre lo escrito por medio de la vigilancia de lo publicado se
convierte en una tarea suplementaria -e ingrata- de los autores.
Una de las pistas para intentar
vislumbrar en qué medida era percibida la apropiación indebida de los trabajos
ajenos la encontramos en Las antigüedades de las ciudades de España.
Morales comenta el caso de Pedro Esquivel, quien transmitía generosamente a
unos y otros sus conocimientos de cosmografía. Ante esta actitud, hubo alguien
que le sugirió no contar tanto, escribe Morales: «Que devia temer que alguno lo aprenderia y lo venderia por
suyo».[41]
A esto respondió el Maestro: «que nunca dezia tanto, que
no guardasse para si lo secreto de todo aquello, sin
lo qual era impossible que
nadie llegasse a entenderlo».[42]
Por
otro lado, Fernández Albadalejo menciona el caso de los “préstamos” silenciados
de Pedro de Medina y de Pere Antoni Beuter respecto
de la obra de Florián de Ocampo. Si Ocampo no fue consciente, al parecer, de
los usos de su obra de la mano de Beuter, no ignora
aquellos de Pedro de Medina. En la tercera edición (1553)
de su Crónica general de España, Florián de Ocampo señala que el
contenido del Libro de las grandezas de Pedro de Medina había sido «sacado de los quatro
libros primeros de este volumen sin mudar palabra ni sentencia».[43]
Tendríamos también que mencionar la indignación de Páez de Castro, que a la
sazón no llegó a publicar prácticamente nada, respecto del proyecto de
publicación de un libro de refranes de Hernán Núñez de Guzmán, “el comendador
griego”:
Y porque no
tengo perdida la esperanza, dándome Dios salud, querría que, si se determina de
lo hacer, hiciese mención en su prólogo de lo que a mí me es en cargo en esta
parte, porque es verdad que le di más de tres mil refranes, que fueron los que
el señaló con su mano en mi libro que no los sabía […] va mucho en que si yo publico algo, no parezca que tomo la invención y
el trabajo del Comendador, pues es cierto que él lo tomó de mí.[44]
Estas
palabras de Páez de Castro nos muestran que si por un lado tomar el trabajo
del otro, era una práctica habitual, por otro lado
esto no era una norma “aceptada”, sino más bien criticada por los pares, sobre
todo si era dirigida hacia aquellos que por diversas razones de índole
político-social llevaban a cabo efectivamente la publicación de sus obras. En
ese sentido un aspecto que merece atención es el hecho de la publicación como
registro indeleble en los tipos de las imprentas. Publicar, ayer más que hoy,
era señal de autoridad, de reputación, pero también de “propiedad”. Propongo
algunos casos de literatura para ilustrar la importancia de la cuestión. Lope
de Vega escribe en la dedicatoria de sus Rimas a Gaspar de Barrionuevo,
publicadas en 1609:
Imprimo al fin,
por ver si me aprovecha
para librarme desta gente, hermano,
que goza de mis
versos la cosecha.
Cogen papeles de
una y otra mano,
imprimen libros de
mentiras llenos;
danme la
paja a mí, llévanse el grano.
Veréis a mis
comedias (por lo menos
en unas que han
salido en Zaragoza),
a seis
renglones míos, cientos ajenos.[45]
Y
así esta queja se convertirá en un motivo literario de sus versos: «Versos de amor, conceptos esparcidos,
engendrados del alma en mis cuidados, / partos de mis sentidos abrasados, / con
más dolor que libertad nacidos; / expósitos al mundo, en que perdidos, / tan
rotos anduvistes, y trocados, / que sólo donde fuistes engendrados / fuerades
por la sangre conocidos».[46] Y
algunos pocos años después de la muerte de Herrera, la poeta María de Zayas y
Sotomayor (1637) insistirá en la importancia de la publicación y edición de las
obras al escribir que «el valor
cierto» de los ingenios, solo es
cosa que se averigua en el crisol de la estampa, cuando los escritos «se rozan en las letras del plomo».[47]
Por
otro lado, Robert Tate menciona el caso de Antonio de Nebrija. El cronista de
los Reyes Católicos dejó una obra escrita inconclusa, las Décadas, que
sería sin más una versión latina de la Crónica de los reyes católicos de
Hernando del Pulgar. El hecho de que Nebrija no llegara a publicarla, dice
Tate, nos impide considerar que él efectivamente habría plagiado a del Pulgar.
El especialista toca así la cuestión de la condena legal de esta operación. El
cotejo de los textos muestra que Nebrija solo modificó detalles a fin de
agradar al lector ofreciéndole un relato más literario, es decir, dramático.[48]
Sería ingenuo, sin embargo, pensar que se trataban de ejercicios de estilo.
Aunque la cuestión de la imitación no deja de ser un aspecto que habría que
tener en cuenta para examinar la escritura de la historia en la época. Pues en
algunos casos se ponía el acento en la imitación de un estilo de elocuencia más
bien que en un método de indagación de la verdad. Por otro lado, los códigos
retóricos imponían el uso de ciertas expresiones, ciertas locuciones más o
menos cristalizadas que solemos encontrar en los textos y autores más diversos,
sin que en esos casos podamos hablar de ningún modo de plagio. Podríamos
considerar que acaso las versiones en otra lengua fueran consideradas una obra
original y personal per se, pero sabemos que las obras de traducción no
solo se publicaban como tales, sino que además traducir era una de las
competencias que había que validar para poder adquirir una reputación en tanto
que erudito. Se trataba también de cumplir con el rol de passeurs
culturales de los autores antiguos o modernos célebres.
Paradójicamente,
uno de los autores que fue acusado de plagio en el siglo XIX fue el Inca
Garcilaso de la Vega (1539-1616), quien fue el más escrupuloso en el trabajo
con las fuentes en la época, citando todas las crónicas que había consultado,
discutiendo con ellas, aclarando incluso cuando dos fuentes decían casi
prácticamente lo mismo, «con las
mismas palabras», indicando «hasta aquí es de Pedro de Cieza»[49],
“«lo que sigue es Gómara, sacado
la letra»[50],
«hasta aquí es del Padre Blas Valera».[51]
Y de Blas Valera se trataba en la acusación del historiador peruano Manuel
González de la Rosa. Según este, el Inca era un falsario porque su obra no
sería sino un plagio de los “papeles rotos” y perdidos de Valera, lo cual era
un despropósito. ¿Por qué lo habría citado, entonces? Y el Inca lo cita
ampliamente, reconociendo cada vez la importancia del trabajo del jesuita.
Además, ¿por qué habría citado a todos los cronistas españoles de manera tan
rigurosa? Basta cotejar cualquier cita con los textos de los autores españoles
para cerciorarse del cuidado que pone en la manera de citar. De hecho, el Inca
precisa que su trabajo es más bien el de un “comentador” que de un historiador.
De algún modo, la insistencia en su trabajo de “comentador” revela uno de los
rasgos sociopolíticos de la figura del cronista mestizo de la época: el Inca no
posee la legitimidad para presentarse con todas las letras como “autor” de una
historia. En ese sentido, vemos que múltiples concepciones del trabajo del
historiador convergen en la época: probar, contar, traducir, compilar,
recopilar, comentar, o simplemente informar. Lo cual nos vuelve a recordar la
complejidad del pensamiento historiográfico de la época, y advertir sobre la
prudencia que hay que manejar a la hora de proponer consideraciones demasiado
generales. Porque cada cronista en la época obedecía a un marco sociológico muy
definido, en cuyos límites se configuraba su manera de trabajar, de escribir la
historia. En el caso del Inca Garcilaso, él era consciente de que solo sus
“comentarios” podían constituirse en obra personal a partir de la autoridad de
los cronistas españoles. Herrera, en tanto que Cronista Mayor de Indias y
Cronista de Castilla, lo que es tanto como decir cronista supremo, ejercía
funciones que iban más allá del trabajo crítico con las fuentes. Él tenía el
deber de “acomodar” la diversidad de las historias de las Indias a la visión
unitaria de la monarquía, reunir, recopilar, ensamblar, armonizar; en fin,
unir. En ese sentido, constatamos la importancia del arte de la política en la
escritura de la historia que desde Platón a Maquiavelo consiste en unir lo
diverso por medio de la fuerza modeladora de los relatos.
Muriel Debouvry-Valcarcel
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[1] Ver Malavialle (2003, 2008, 2012, 2020), Kagan (2009) y (2013:
199-210), Bénat-Tachot
(2014), Alvar-Ezquerra (2015: 31-41), Esteve
(2017: 103-124), Hermant (2024).
[3] Pensemos,
por ejemplo, en los discursos sobre arte militar —¿qué
estratagemas eran más convenientes en las batallas, defensivas u ofensivas?—, o
los peritajes filológicos y bibliográficos ordenados por Felipe II en el marco
de la elaboración de la Real Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El
Escorial. Ver infra.
[4] Herrera y Tordesillas (1991).
[5]
Bénat-Tachot (2014: 4).
[7] Cuesta Domingo (2016: 136).
[8] Cuesta Domingo (2015:
136). La itálica es mía.
[9] Gilbert (1960: 39-66).
[10] En su Tratado de la
enseñanza (De disciplinis) la crítica de Juan Luis Vives apunta a
este aspecto de la tradición aristotélica: los problemas de interpretación y
comprensión de la obra del filósofo a causa de los errores metodológicos en la
transmisión de los manuscritos.
[11] Malavialle (2008: 1).
[12] “Discurso sobre los
provechos de la Historia, qué cosa es, y de quántas maneras: del oficio
de Historiador, y de cómo se ha de inquirir la fé y verdad de la Historia, y cómo se ha de
escribir”, en Herrera y Tordesillas (1804:14-15). La itálica es
mía.
[13] Herrera y Tordesillas
(1804: 16). La itálica es mía.
[14] Malavialle (2008: 3).
[15] Sobre este punto ver el
trabajo fundamental de Couzinet (1996).
[16] Sobre la demostración de
la verdad histórica en la historiografía del Siglo de Oro español desde la
perspectiva de la inventio retórica ver Debouvry-Valcarcel (2023).
[17] Herrera y Tordesillas
(1804: 16).
[18] Gruzinski (2004: 222-223).
[19] Gruzinski (2004: 223).
[20] Guyot (2024).
[21] Debouvry-Valcarcel (2019: 362-384).
[22] Fernández de Oviedo (1992). La
itálica es mía.
[23] Sobre este punto ver
Bustamante (2000).
[24] Jiménez de la Espada
(1965: 14.). Carta de los Reyes Católicos del 16 de agosto de 1494 en Segovia:
“algo más queríamos que nos escribiésedes […]”; “Y principalmente deseamos
saber […]”. “Instrucciones de los Reyes Católicos para el cuarto viaje de
Colón”: “Y habéis de informaros del grandor de las dichas islas, é facer memoria
de todas las dichas islas y de la gente que en ellas hay y de la calidad que
son, para que de todo nos traigáis entera relación”; “Habéis de ver en estas
islas y tierra firme que descubriéredes, qué oro y plata e perlas e piedras e
especería e otras cosas hubiere, e en qué cantidad e cómo es el nascimiento de
ellas, e facer de todo ello relación por ante nuestro escribano é oficial que
nos mandamos ir con vos para ello, para que sepamos de todas las cosas que en
las dichas islas é tierra firme hobiere”.
[25] Morales (1791: XII).
[26] Ver el capítulo dos de la Retórica
de Aristóteles, donde el filósofo incluye el criterio “ético” como una de
las pruebas técnicas que puede presentar el abogado.
[27] Tomo la expresión del
libro de Catalán (1997), donde el autor analiza la dinámica colectiva del
taller historiográfico alfonsí.
[28] Brendecke (2012: 430).
[29] Brendecke (2012:
430).
[30] Se trata de un peritaje
ordenado por Hernando de Santillán, quien consideraba que la crónica de
Fernández de Palencia faltaba a la verdad a propósito de los hechos de las
Indias. Ver Brendecke (2012: 437).
[31]
Brendecke (2012: 429).
[32]
González Echeverría (1984:
149-166).
[33] Cédula de Felipe II a Diego Gasca del 10 de abril de
1570, British Library, Add. 10248, fo 52, AGS, Consejo de Cámara,
Cédulas, dossier I, fo 348. Ver Domingo Malvadi
(2011: 535): «El rey. Doctor Gasca de nuestro consejo: porque
habemos sido informados que el doctor Juan Páez, nuestro cronista es fallecido
y que conviene que la crónica que él escribía y los papeles tocantes a esto que
él tenía se guarden a buen recaudo, habiendo vos de ir al capítulo general de
la orden de san Jerónimo que se celebra en el monasterio de san Bartolomé de
Lupiana en este mes de abril y siendo el lugar donde el dicho Juan Páez residía
cerca del camino por donde habéis de pasar, os mandamos que vayáis allá a la
ida o a la vuelta, llevando con vos a Ambrosio de Morales, nuestro cronista,
que reside en la universidad de Alcalá, y hagáis inventariar ante el escribano
todos los papeles tocantes a la dicha crónica y, los demás que convinieren,
guardarse; y los toméis en vos y tengáis a buen recaudo para hacer de ellos lo
que por nos fuere mandado. Y así mismo se nos ha hecho relación que el dicho
doctor tenía buena librería: haréis que el dicho Ambrosio de Morales la vea y
se inventaríe para que habiendo algunos libros que puedan servir para la del
monasterio de san Lorenzo el Real, se puedan comprar; los cuales señalará y
apartará el dicho Morales; y avisarnos eys de lo que en uno y en lo otro
hubiéredes hecho, que en ello me serviréis. De Córdoba a x de abril de MDLXX
años. Yo el rey. Por mandado de su majestad, Martín Gaztelu». Ver también Antolín (1910: 48-49).
[34] Sobre la ausencia de marco jurídico
de la propiedad intelectual en el Siglo de Oro español, ver Díez Borque, Bustos
Táuler (2013).
[35]
Bénat-Tachot (2014: 4). Ver
también Pérez-Amador (2011).
[36]
Malavialle (2008: 18).
[37] Debouvry-Valcarcel (2020,
2024).
[38] Ver Domingo Malvadi (2011: 449). Ver también Rodríguez de Diego (2000:
181-196), Kagan (2009: 103-104), Ostenfeld-Suske (2016), Montcher (2015).
[39]
Brendecke (2012: 429).
[40]
Lafaye (1997: 80).
[41]
Morales (2012: 48). La
itálica es mía.
[42]
Morales (2012: 48)
[43]
Ver Fernández
Albadalejo (2007: 56) [1998], de donde extraje la cita de Florián de Ocampo.
[44] Carta a Jerónimo de Zurita
del 14 de diciembre de 1545 desde Trento. Ver Domingo Malvadi
(2011: 323). La itálica es mía.
[45] Lope de Vega (1969: 235).
La itálica es mía. Ver el análisis de este prólogo desde la perspectiva de la
defensa de la autoría de los poemas en Couderc (2009: 119-134). Ver también
Dixon (1996: 45-63).
[46] Lope de Vega (1998: 117).
[47] Zayas y Sotomayor
(2000).
[48] Tate (1970: 197).
[49] Garcilaso de la Vega (1945: vol. 1,
106).
[50] Garcilaso de la Vega (1945: vol. 1, 12).
[51] Garcilaso de la Vega (1945: vol. 1, 96).