Michel
García
(Université de la Sorbonne Nouvelle-Paris 3)
Ayala y sus crónicas: el proceso creativo
Ayala
and his Chronicles: The creative process
Abstract: The aim of this paper is to analyze a series of critical
statements dealing with the creative process of Chancellor Ayala’s chronicles. Even though these statements are shared by a good
number of scholars, they need to be re-examined in an inprejudiced way.
Key
Words: Ayala Chancellor, Chronicles, Castilian Historiography.
Resumen: El objetivo del presente trabajo es analizar una
serie de afirmaciones
con respecto al proceso creativo de las crónicas del Canciller Ayala que,
aunque son compartidas por una buena parte de la crítica, merecerían ser
puestas en tela de juicio o, cuando menos, estudiadas sin ideas preconcebidas.
Palabras Clave: Canciller Ayala, Crónicas, Historiografía
Castellana.
Fecha de Recepción: 25 de septiembre de 2015.
Fecha de Aceptación: 15 de octubre
de 2015.
La cronología de las crónicas de Ayala es compleja porque
su composición concierne momentos distintos de su vida y los textos se
conservan en una tradición manuscrita profusa y tardía. Gracias a los trabajos
de Germán Orduna, cuyas conclusiones quedan sintetizadas en la Introducción a
su edición de la Crónica de Pedro I y
Enrique II, se dispone de una visión coherente de esa historia.[1]
Sin embargo, ciertas afirmaciones compartidas por la crítica merecerían ser
puestas en tela de juicio o, cuando menos, analizadas sin idea preconcebida.
1. Iniciativa real
Se suele
remitir al proemio de la Crónica de Juan
II para explicitar las circunstancias que dieron inicio a la composición de
las crónicas de los cuatro reyes anteriores.[2]
E
despues, el muy alto e muy noble e muy poderoso rrei don Alonso, que fue
llamado el Conqueridor, que vençio a los rreies de Benamari[n] e de Tremeçen e
de Granada, çerca de Tarifa, por rremenbrar e concordar las dichas coronicas e
que los fechos dEspaña no quedasen en oluido, mando hazer e ordenar coronica de
los fechos que acaeçieron desde que el dicho rrei don Fernando fino e el dicho
señor rrei don Alonso el Sabio, su fijo, rreino, fasta en el tienpo del muy
alto e muy noble e muy poderoso rrey don Pedro, que fueron, con este rrey don
Pedro, çinco rreies.
E
otrosi, despues, el muy alto e muy noble e muy poderoso rrey e señor don
Enrrique que fue llamado el Maior, hijo del rrey don Alonso el Conqueridor,
siguiendo los fechos de las dichas, mando hazer e ordenar e poner en escripto e
allegar con las dichas coronicas todos los otros fechos que despues pasaron e
acaeçieron fasta en su tienpo.
La
redacción harto confusa merece una lectura detenida. Se entiende que Alfonso
XI, viendo que la crónica real se había interrumpido después de la de Fernando
III, ordenó componer las que faltaban de sus tres antecesores, Alfonso X,
Sancho IV y Fernando IV, y prolongarlas con la de su propio reinado. Así debe
entenderse la fórmula “fasta en el tienpo del muy alto e muy noble e muy
poderoso rrey don Pedro”, porque resulta del todo imposible que Alfonso XI haya
encomendado la redacción de la crónica de su sucesor.[3] Ésta es
la primera vez que se concibe la crónica de un rey no difunto, lo que explica
quizás la formulación poco clara.
A
continuación (“todos los otros fechos que despues pasaron e acaeçieron fasta en
su tienpo”), el prólogo parece referirse concretamente a la crónica de Pedro I,
ya que no hay motivo para interpretar de otro modo la fórmula “fasta en su
tienpo” aplicada en este caso a Enrique II. Por lo tanto, si se interpreta
literalmente, el proemio se refiere a la Crónica
de don Pedro.
Cuesta
trabajo aceptar semejante lectura, no solo por la incongruencia que implica el
hecho de que el Trastámara se haya preocupado de incluir a su antecesor dentro
de la serie de los reyes castellanos y asumir así una herencia que denunció
desde el momento en que estuvo en condiciones de hacerlo, sino también porque
el prologuista establece un evidente paralelismo entre la iniciativa de Enrique
y la de su padre. Por consiguiente, resulta más creíble la interpretación según
la que, a imitación de su padre, Enrique II ordenó redactar la crónica de los fechos que pasaron desde la muerte de
Alfonso, incluido su propio reinado. La confusión se debe a una torpeza del
autor del prólogo, incapaz de proyectarse más allá de la época en la que
escribe, la cual coincide con el inicio del reinado de Juan II.[4]
2. Elección del cronista
También
a imitación de Alfonso, Enrique encarga la redacción de la crónica a un
personaje de su confianza. ¿Cómo explicar que la elección recayera en Pero
López de Ayala? Es una pregunta que, por lo que se me alcanza, no se ha
planteado entre los críticos, como si la cosa fuera natural. Me temo que el
cargo de Canciller Mayor del rey que le fue concedido en época posterior haya
contribuido a imponer la idea de que el personaje gozaba de la formación
adecuada para ejercer el de cronista, basándose en una tácita continuidad entre
él y su antecesor Fernán Sánchez de Valladolid, cronista designado por Alfonso
XI a la vez que canciller. Esa continuidad no está demostrada. La noble estirpe
del alavés está muy por encima de la de Fernán Sánchez y excluye que Enrique
haya podido dar a Pero López una orden semejante a la que su padre dio a su
canciller. Para explicar tan sorprendente elección de un cronista caballero,
habrá que suponer que, además de la voluntad real, otros factores concurrieran
en hacerla posible.
En la
época en la que se supone que se decidió la redacción de la crónica, en torno a
1375, Pero López no tenía en su haber una obra escrita que le colocase en situación
aventajada para asumir una tarea de esa amplitud. Ninguna de sus obras
fechables parece haber sido compuesta aún. De la poesía reunida en el Libro rimado, tanto el Tratado del Cisma
como la confesión y las piezas religiosas, es decir la Primera Parte casi por
completo, están vinculados con el cautiverio que sufrió después de Aljubarrota
(1386-1388). El tratado De cetrería
fue compuesto en Óbidos por las mismas fechas. Esto no significa que Pedro
López no tuviese ninguna experiencia en el campo de la escritura. La obra
monumental inspirada en los Moralia sobre
Job de san Gregorio –traducción al castellano del comentario en su versión
completa y su versión compendiada (Compendio
de los 35 libros) o antológica (Flores
de los Morales); adaptación versificada incluida en el Libro rimado-, supone una práctica de larga duración que pudo
empezar en los años juveniles como elemento clave de su formación intelectual.
Alguna que otra de las traducciones que le atribuye Fernán Pérez de Guzmán en
sus Generaciones y semblanzas pudo
también haber contribuido a dar a conocer el talento del joven Ayala entre la
nobleza del tiempo: la Estoria de Troya,
el Boecio o el De sumo bono de
Isidoro, aunque no se conserve ningún testimonio que se le pueda atribuir
ciertamente.[5]
En la
mejor de las hipótesis, en aquel momento, Pero López se había dado a conocer
por su afición a las letras y una buena preparación en la exegética. No parece
dudoso, en cambio, que en el campo de la literatura histórica no tuviese más
experiencia que la de un lector quizás asiduo de la crónica castellana pero, en
ninguna manera, la de un redactor potencial.
Por
contraste, su padre, Fernán Pérez, responde más adecuadamente a las condiciones
requeridas de un cronista apto para dar cuenta de un período tan controvertido.
Su protagonismo queda avalado en varias circunstancias a lo largo del reinado
de Pedro I. Quizás la más significativa para el caso sea su intervención en las
Vistas de Tejadillo (1454), en las que le corresponde exponer la opinión del
partido rebelde en presencia del rey y del conde de Trastámara. En palabras de
su hijo, fue designado por ser “un cauallero cuerdo e bien rrazonado” (II, V
32). Esas dotes no deslucirían en un cronista. Por otra parte, Fernán Pérez
manifiesta también, por las fechas en que se concreta el proyecto ideado por
Enrique, un talento literario más en consonancia con lo que se espera de un
cronista real. En efecto, en 1371 compone la genealogía de los señores de
Ayala, y en 1373 prologa y manda redactar el Fuero de la Tierra de Ayala, obras
ambas que tuvieron que recibir el aval más o menos tácito del rey.
Tanto el
interés por redactar una historia familiar plurisecular como la opción de
introducir la escritura en un contexto en el que domina la tradición oral –el
derecho consuetudinario-traducen la conciencia que tiene de la superioridad de
ese modo de expresión sobre cualquier otro para asentar una autoridad en el
futuro. Su capacidad para reunir el material documental e interpretarlo en un
sentido favorable a su linaje demuestra su habilidad en un terreno tan
delicado. Por fin, sobresale en la narración de leyendas o episodios de la vida
de sus antepasados. En definitiva, se muestra hábil en manipular el pasado al
servicio de una empresa de legitimación del presente, lo que coincide con el
proyecto que pudo plantearse Enrique II para su propia legitimación[6]
¿Qué duda cabe que Fernán Pérez hubiera sido un candidato idóneo para hacerse
cargo de la crónica oficial de la corona en aquel momento?
Tanto es
así que cabe plantearse en qué medida su personalidad pudo sugerir al rey la
conveniencia de renunciar a la elección habitual de un personaje de la
cancillería para confiar la empresa a un miembro de la alta nobleza en lugar de
un criado o subalterno, por respetable que fuera.[7] Si bien
Fernán Pérez era demasiado mayor para encargarse de una empresa que tenía todos
los visos de no poder acabar en lo que le quedaba de vida,[8] no así
su hijo, que andaba por los 45 años, y se ofrecía como un sustituto posible,
que podría disfrutar además de la ayuda de su padre en una tarea tan inédita y
delicada. De todos modos, no es absurdo pensar que Fernán Pérez fuera
consultado por el rey para designar a un candidato de cronista y, de ser así,
que propusiera el nombre de Pero López para hacerse cargo de esa misión.[9]
3. Una empresa compleja
Cualquiera
que fuera el proceso por el que Pero López fuera designado para el cargo y lo
aceptara, éste se enfrentó a una misión inédita para él. No cuesta trabajo
imaginar que, para un cronista novel, el encargo de componer la crónica de un
cambio dinástico sellado por la violencia de un magnicidio, -regicidio a la par
que fratricidio-, era complicadísimo. Se entiende perfectamente que la
narración de unos hechos tan dramáticos no se hiciera a vuelapluma, sino que
costó muchos sudores a su autor, que, si bien pudo contar con la ayuda de
algunos colaboradores, estaba condenado a escribir bajo la mirada crítica de
los actores de esa historia reciente, en primer lugar la del rey directamente
concernido. No sorprende que esas dos realidades, -su bisoñez y la presión del
entorno-, le hayan llevado a revisar continuamente su texto. Tampoco sorprende
que uno (o varios) estados de lo que escribía hayan circulado por separado,
porque una lectura crítica por otros que no fueran el autor era la condición
imprescindible para una revisión de esa amplitud.[10] Es
natural que esa tarea ocupara varios años, que coincidirían con los finales del
reinado de Enrique II y primeros del de Juan I, ya que la crónica incluye la
noticia de la muerte de aquel rey.
Llegado
al término de su obra, Pero López, después de cumplir tan arduo compromiso, ha
merecido el título de cronista de la realeza castellana, tan firme como si
constara en un documento oficial, que probablemente nunca existió. Para
proseguir con esa misión, ni siquiera necesita ya de ningún mandato preciso. La
crónica real llega a ser para él un campo reservado, en el que no teme
competencia alguna.
4. Crónica de Juan I
Con
todo, sería abusivo pensar que, nada más terminar la crónica de los hijos de
Alfonso XI, estuviera dispuesto a emprender la de Juan I. Las circunstancias
políticas –comprometimiento del rey, proximidad cronológica, existencia de
supervivientes-, que dieron inicio a la redacción de la Crónica de don Pedro y Enrique
II y acompañaron su realización ya no estaban vigentes. Además el proyecto
iniciado por Enrique II había llegado a su término. La composición de las
crónicas de Juan I y de Enrique III debe explicarse por otros motivos, que no
todos se derivan de la titularidad de Pero López como cronista real.
Para
empezar, no es absurdo suponer que a Ayala ni se le ocurriría pensar que iba a
llevar adelante su obra cronística para los dos reinados siguientes. ¿Cómo
podía comprometerse a empezar, habiendo cumplido más de medio siglo, la
relación del reinado de un rey, Juan I, que tenía 21 cuando sucede a su padre?
Tampoco
la cronología de vida de Pero López favorece esa hipótesis, ya que corren algo
más de cinco años entre el advenimiento de ese rey y la empresa de Portugal,
apenas lo necesario para que el cronista encontrara el tiempo suficiente, con
sus numerosas actividades (entre otras diplomáticas, que le llevaban fuera del
reino para largos períodos de tiempo) para culminar su primer opus, lo que
incluye la revisión de la versión primitiva. La derrota de Aljubarrota condena
a Pero López a un largo período fuera de su tierra y le aleja de la realidad
castellana que le tocaba describir, por si la condición de cautivo no bastara a
explicar que no estuviera en condiciones de dedicarse a la composición de una
crónica.[11]
El tiempo también se hace corto entre la vuelta de Óbidos (no antes de 1387,
quizás sólo en 1388) y la accidentada muerte del rey (noviembre de 1390), para
suponer que Ayala, con tantos asuntos personales pendientes y tantas
responsabilidades políticas, pensara siquiera en retomar su tarea de cronista
real.
Otro
dato que hay que tomar en cuenta es la motivación del propio Ayala. El encargo
de escribir la Crónica de los dos hijos de Alfonso XI era un verdadero desafío
intelectual, y debió de excitar el celo creativo en un hombre que demuestra,
por la amplitud de su obra, una gran curiosidad intelectual. Nada había
comparable en lo que estaba viviendo en la actualidad. Faltaba a todas luces un
elemento exterior para incitarle a retomar la pluma. La lectura de la Crónica
de Juan I ofrece algunos elementos de apreciación al respecto.
La
narración se caracteriza por una innegable discontinuidad. La segunda mitad del
reinado (1385-1390) ocupa las dos terceras partes del texto y el año 1385, el
de Aljubarrota, casi la quinta parte de la totalidad. La narración propiamente
dicha cede ante la transcripción de documentos, lo que contrasta con la
dimensión narrativa de las dos primeras Crónicas. Las lagunas coinciden con los
períodos durante los cuales el cronista estuvo fuera del reino, de embajador
(primeros años) o cautivo en Óbidos. El hecho en sí se explica, pero no se
entiende cómo la vida del cronista pudo tener tanto efecto en la relación de
los hechos: no faltaba documentación ni testigos presenciales para colmar las
lagunas de su experiencia propia. Por otra parte, Ayala siempre se distinguió
por no interferir personalmente en el relato, como se echa de ver en las
primeras crónicas, donde se preocupa de borrar su presencia incluso en los
actos en los que intervino.
La
verdad es que Pero López, al componer la crónica de Juan I, parece desquitarse
de una obligación y que lo hace sin entusiasmo. No se puede negar que la época
ofrece pocas oportunidades para exaltarse: Cisma, desastrosas campañas de
Portugal, personalidad más que problemática del rey,[12]etc.
Además, durante la mayor parte del reinado, Ayala se muestra poco implicado en
la política interior del reino, hasta dar la sensación de que observa la vida
castellana desde fuera, como si no abandonara en ningún momento su posición de
embajador en misiones en el extranjero.[13] Los
únicos momentos en que parece disfrutar narrando, es cuando evoca la Corte de
Francia o relata algunas escenas pintorescas, como la recepción del rey de
Armenia o el intercambio epistolar con el soldán de Babilonia. Sólo después de
su liberación de Óbidos, cuando el reino debe asumir las consecuencias de
Aljubarrota, vuelve a la vida política activa, en un momento en que las mismas
instituciones monárquicas están puestas en tela de juicio. La muerte inesperada
del rey (aunque fuera enfermizo, murió accidentalmente de una caída de caballo)
pudo ser ese choque capaz de explicar que en Ayala volviera a despertarse el
cronista. Sin embargo, la importancia concedida a los dos últimos años del de
Juan I y sobre todo a las Cortes de Guadalajara sugiere otra explicación.
Con la
muerte de Juan I se abre un período de incertidumbre, el de una minoría real.
Ayala es testigo directo de lo que está pasando y un actor de la vida política,
como miembro del Consejo real y del Consejo de regencia. De algún modo, ante
los otros protagonistas de la vida política castellana de aquellos primeros
años del reinado de Enrique III, desempeña el papel de memorialista, situación
estupendamente simbolizada por el hecho de que fue él quien recordó cuándo y
dónde el rey difunto había redactado su testamento, y quien ayudó a descubrirlo
en el baúl donde se guardaba el archivo real. Nadie mejor situado que Ayala
para constatar que la delicada situación política del momento era una
consecuencia directa de la que dejó el rey difunto. A él le tocaba testimoniar
esa realidad y documentarla, y nada más adecuado para el cronista real que
hacerlo por medio de una Crónica del rey difunto.
Esta
ponía al alcance de todos una lectura comentada del aparato jurídico sustancial
redactado al final del reinado, en particular en las Cortes de Guadalajara, y
que no concernía sólo al modo de administrar el reino durante la minoría real,
sino a otros temas de actualidad, algunos candentes, como la confirmación de
cargos (la condestablía en el Marqués de Villena), la situación de algunos
grandes señores (la prisión del conde de Noreña), o la situación económica
(creación de la moneda agnus dei). Además, la redacción de la Crónica
ofrecía a su autor la posibilidad de argumentar indirectamente sobre algunas
decisiones claves, llamando la atención sobre los abusos en tiempos de
regencia. El ejemplo más llamativo es el discurso que pronuncia ante las Cortes
de Guadalajara (1390/ cap. 2), en el que, con el pretexto de combatir el
proyecto de partición del reino imaginado por el rey, expone toda una teoría
del poder, que parece pensada para la situación presente, la de la minoría
real. No descuida ninguna de las consecuencias del mal gobierno debido a la
falta de un soberano capaz de gobernar, que caracteriza Castilla en aquel
momento. No es necesario leer entre líneas para entenderlo, porque el cronista
lo expone claramente.
Ayala no
escribió sus crónicas según un plan preestablecido sino en varias etapas, y
para responder a incitaciones de diversa índole. La Crónica de Pedro I y
Enrique II responde a un claro motivo político y a un encargo inesperado de la
nueva dinastía, dada la nula experiencia de Pero López como cronista. La
composición de la Crónica de Juan I, provocada en primera instancia por la
muerte prematura del rey, está estrechamente relacionada con las circunstancias
políticas del momento de la minoría de su hijo. Ésas justifican por sí mismas
que Ayala haya reanudado su tarea, y explican también la falta de coherencia de
su contenido que solo por medio de cierto formalismo expositivo crea la ilusión
de una totalidad, cuando en realidad se limita a unos episodios significativos.
5. Crónica de Enrique III
Dentro
de este corpus, ¿cómo se sitúa la
crónica de Enrique III? El argumento de la edad del cronista es más pertinente
en este caso que en el anterior. Ayala no podía suponer que viviría lo
suficiente para tener que componer un día la crónica de un niño rey al que
llevaba una diferencia de 45 años. Sin embargo, nos ha dejado una versión,
ciertamente incompleta, pero que se ha considerado desde entonces como la
crónica de aquel reinado.
Es
imposible que haya redactado ese largo fragmento en los escasos meses que
separan la muerte del rey de la suya propia, aun suponiendo que hubiera reunido
todo el material necesario para ello. Que se sepa, no murió súbitamente, sino
cumplidos los 75 años, habiendo renunciado desde los setenta a gran parte de sus
dignidades y rentas a favor de sus hijos varones.[14] En su
retiro de Quejana, al parecer prosiguió su actividad de escritor, pero no se
sabe si la mantuvo hasta los últimos días ni con qué intensidad.
La
explicación que se suele dar del carácter incompleto de esa Crónica es que no
le dio tiempo para terminarla. Esta explicación debe mucho al testimonio del
sucesor de Ayala en el cargo citado más arriba, a pesar de su confusión. Se
basa en un prejuicio, el de suponer que, como las anteriores, ésta se concibió
desde el principio en su totalidad. Lo que no toma en cuenta esa hipótesis es
que el fragmento que se conserva apenas va más allá del período que cubre la
minoría real. Los tres años de la minoría, hasta el año 1393 incluido, al final
del cual se proclama la salida de la tutoría, al cumplir el rey los catorce
años, representan las dos terceras partes del texto, sin contar que el Cisma
ocupa buena parte de los años siguientes. No es exagerado afirmar que lo que se
suele considerar como Crónica de Enrique
III no pasa de ser la crónica de la minoría de aquel rey, apenas prolongada
por unos capítulos más, los que corresponden al año siguiente, en el que el
joven rey anula gran parte de las medidas tomadas por su Consejo de regencia.
En el
estado en que se conserva, la llamada Crónica
de Enrique III no puede pretender pasar por una Crónica completa. No se
atiene al canon del género, que exige que la relación cubra la totalidad de un
reinado, aun privilegiando algunos episodios como en el caso de la de Juan I. Responde
a otra preocupación, seguramente por iniciativa del cronista, actor eminente de
aquel momento político, la de dejar claras las responsabilidades de cada uno en
un período políticamente conflictivo desde una visión claramente crítica.
La
redacción de una crónica de esos primeros años del reinado de Enrique III
responde a un proyecto similar al de los últimos años del reinado de Juan I. La
amplitud de la relación de éstos, la extensión de los documentos allí
reproducidos, fenómeno que contrasta con la sequedad que caracteriza los años
anteriores del mismo reinado, son datos que no se comprenden si no se les
asocia a las circunstancias de la minoría del rey niño. Si la crónica de los
últimos años de Juan I está dirigida prioritariamente a los actores de esa
minoría, es natural que esa redacción se prosiguiera con el relato del período
siguiente, formando un corpus autónomo que, por lo menos durante cierto lapso
de tiempo, no se confunde con la crónica de los dos reyes. La interpretación a
posteriori de las obras insertas en la continuidad de un género particular,
que necesita marcos rígidos e interpretaciones inequívocas, está reñida a veces
con la ductilidad que preside a la concepción de algunos fragmentos de ese continuum,
que pueden adquirir una personalidad propia, fuera de los límites
preestablecidos.
Esa
relación de los primeros años del reinado de Enrique III, aunque cubre un
período históricamente delimitado y políticamente significativo, el de la
minoría, no puede aspirar a la autonomía formal requerida para poder tener vida
propia. De hecho, no la tiene si se la disocia del relato de los años finales
del reinado de Juan I. Si se la une a ella, entonces se muestra por lo que es,
a saber un componente de la relación de un período particularmente crítico de
la historia de Castilla, inaugurado por el fracaso de la empresa portuguesa del
rey y concluido por el final de la minoría de su sucesor, que, por su actitud a
lo largo de esos años, hizo nacer grandes esperanzas en sus súbditos.[15]
Alcanzada la mayoría del rey Enrique, desaparece esa necesaria contribución al
debate público. El cronista se encuentra ante la perspectiva de reanudar con
una práctica, la redacción de una crónica que cubre la totalidad del reinado
del rey difunto, Juan I, que la experiencia reciente le había hecho abandonar.
La cumple parcialmente, dejando así abierta la alternativa de otra posibilidad
en la concepción de la crónica real, aunque ello suponga una revisión radical
de los principios hasta entonces practicados.
Conclusión
El
acceso a la mayoría del joven Enrique III provoca la separación de lo que antes
iba unido –el final del reinado de Juan I e inicio del de Enrique- y transforma
el fragmento dedicado a la minoría real en una instancia indefinida, condenada
a desaparecer o en espera de una suerte todavía no precisada. Al mismo tiempo,
se abría la posibilidad de completar la composición de la Crónica de Juan I, que pudo llevarse a cabo más adelante, con
posterioridad a 1396, cuando Ayala ha abandonado la redacción de la Crónica del
rey en activo, y está en condiciones de redactar la de su padre.
Esta
revisión de la crónica de Juan I, que completa lo existente de forma aceptable
aunque no exhaustiva, deja suelta la relación de los primeros años del reinado
de Enrique. La crítica histórica se ha inclinado por reconocer a ésta una
calidad a la que no puede pretender, la de crónica correspondiente a ese
reinado, tomando como pretexto la muerte del cronista oficial y el material,
muy escaso por cierto, que debía servirle para la composición de los años que
faltaban hasta el final del reinado. Esa opinión está en contradicción con la
tradición del género, a lo largo de la cual se ha manifestado la obsesión por
impedir que se rompiera su continuidad.[16]
Satisfacerse de un fragmento a falta de una obra completa, es hacer de
necesidad, virtud. Quizás merezca señalarse que esa opinión no fue unánime. De
sobras lo muestra el que la difusión de las Crónicas de Ayala suela limitarse a
las tres primeras Crónicas, y que la llamada de Enrique III tuvo sus propios
cauces de difusión de manera mayoritariamente independiente.[17]
En este
contexto, la versión conservada en el ms. II/755 de la Real Biblioteca abre una
perspectiva inédita en la medida en que su redactor no parece satisfacerse con
el statu quo.[18]
Su conservación fragmentaria no permite saber de cierto hasta dónde alcanzó su
proyecto, pero la revisión radical que emprende de los capítulos que se han
conservado sugiere que quiso redactar una crónica completa del reinado de
Enrique III, que no solo incorporaba lo redactado por Ayala ampliándolo y
completándolo, como consta en el ms. de la Real Biblioteca, sino que
proseguiría la narración hasta el final del reinado.[19] Se
ignora si se cumplió tal intento pero lo conservado basta para convencerse de
que la parte dejada por Ayala pudo interpretarse ya en época remota como una
crónica incompleta.
Michel
García
Université
de la Sorbonne Nouvelle-Paris 3
Bibliografía
Bautista, F. (2012), “Alvar García de Santa María y la
escritura de la historia”, Modelos
intelectuales, nuevos textos y nuevos lectores en el siglo XV. Contextos
literarios, cortesanos y administrativos, Salamanca: Publicaciones del
SEMYR, pp. 27-59.
Dacosta, A. (2014), “Mecanismos y articulaciones discursivas en la
construcción de la memoria genealógica: el caso de los Ayala”, en A. Dacosta,
J. R. Prieto Lasa y J. R. Díaz de Durana (eds.), La conciencia de los antepasados. La construcción de la memoria de la
nobleza en la Baja Media, Madrid: Marcial Pons Historia, pp. 145-173.
Díaz de Durana, J. R. (2007), “Biografía de don Pero
López de Ayala: una revisión crítica”, en M. García et al. (eds.), La Figura del Canciller Ayala. Aiala
kantzilerraren figura. Conmemoración VI centenario. VI. Mendeurreneko
Oroipena, Vitoria: Diputación Foral de Álava, pp. 22-95.
García, M. (ed.) (2013), Crónica anónima de Enrique III de Castilla (1390-1391), Madrid: Marcial
Pons Ediciones de Historia.
López
de Ayala, P. (1994), Crónica del
Rey don Pedro y del Rey don Enrique, su hermano, hijos del rey don Alfonso
Onceno. Edición crítica y notas de
Germán Orduna. Estudio preliminar de Germán Orduna y José Luis Moure. Buenos
Aires: SECRIT.
[1] López
de Ayala (1994).
[2] Este proemio no es de Alvar García de Santa
María, como se ha creído durante siglos, hasta que el Profesor Francisco Bautista (2012) diera con un documento
que demostraba que éste solo fue el redactor de la Segunda Parte de la Crónica
(1420-1435). En la edición que he preparado de la Primera Parte (1406-1420),
que actualmente se encuentra en prensa, adelanto una posible identificación del
redactor de esa crónica.
[3] Otro fallo redaccional es la inclusión
indebida de Pedro I al cómputo de los reyes concernidos por la iniciativa de
Alfonso XI (“çinco rreies”).
[4] Tan
confusa redacción hubiera debido llamar la atención de los críticos y hacerles
dudar de la atribución a Alvar García de Santa María. Que no es suya, queda
sobradamente demostrado por Francisco Bautista
(2012).
[5]Aún no había compuesto la traducción del De casibus de Boccaccio, cuyo original
no fue acabado antes de 1374; tampoco la incompleta de las Décadas de Tito Livio, que Ayala tradujo durante su embajada a
Portugal en 1393.
[6] Sobre
todos estos temas, véase Dacosta (2014).
[7] También
pudo influir el antecedente de Don Juan Manuel, figura tutelar de la familia
real. La reina Leonor, esposa de Enrique II, era hija suya.
[8] En
el apéndice de una de las genealogías de la familia, Relaçion fidelissima de las suçessiones del linage de Ayala, se
afirma que “murió en edad de mas de ochenta años […] el domingo antes de san
Lucas euangelista que fue a treze de octubre año del señor de mil e tresçientos
e ochenta e cinco años”, aunque José Ramón Díaz
de Durana (2007: 28-30) retrasa la fecha de su nacimiento a 1410 para
salvar algunas incongruencias cronológicas de dicha genealogía.
[9] Añádase que los Ayala padre e hijo debían
disponer de una logística bajo forma de un scriptorium,
-archivo y personal cualificado-, que ofrecía garantías para la realización del
encargo real, de la que dudo existiera en muchas casas nobles de entonces.
[10] Según G. Orduna, los testimonios de la versión
primitiva de esas crónicas que se han conservado empezaron a circular ya muerto
el cronista. Esto no impide que se difundiera en círculos reducidos en época
anterior y quizás sea ésta la explicación de que, más adelante, esa versión
conservara suficiente autoridad, -el prestigio del autor mediante-, para que
sirviera de base para una copia de las cuatro crónicas, añadiéndole las dos
últimas.
[11] Durante su cautiverio, Ayala se dedicó de
pleno a la escritura, pero en géneros acordes con su situación (adaptación del Libro
de Job y otros fragmentos para el Rimado) o capaces de distraerle de
su condición de cautivo (De cetrería).
[12] Quizás
bajo el efecto de su enfermedad, pasaba de un estado de exaltación a una forma
de melancolía. Estas dos actitudes quedan ilustradas, la primera, por la
arriesgada empresa de proclamarse rey de Portugal, la segunda, por la dimisión
de hecho que suponía la partición del reino propuesta en las Cortes de
Guadalajara. Al parecer, Ayala se opuso personalmente a esas dos iniciativas.
[13] De
los once años que duró el reinado de Juan I, Ayala estuvo fuera del reino una
tercera parte, más o menos.
[14] “E
quando el dicho don Pero Lopez fue en edad de setenta años dexo a sus fijos la
tierra que tenia del rey, e dexo a Fernan Perez su fijo maior la Merindad de
Guipuzcoa y el ofiçio del Pendon de la Vanda. E a Pero Lopez, su fijo segundo,
dexo el alcaidia mayor de Toledo y el Alcazar y la Puente de Alcantara”. Dacosta (2014: 186).
[15] Añádase que la idea de relatar los hechos de
la minoría por separado tiene una explicación política, a menudo referida en la
crónica: la de dejar constancia de los actos pasados para que el rey, cuando ya
ejerciera personalmente el poder, pudiera sancionar a cada uno según sus actos.
Entre otros ejemplos: “ca quando Dios quiera quel benga e sea allegado a años y
hedad mayor, gozara y conozera ser esto fecho por el vuestro buen consejo”
(cap. 13); “E sobresta rrazon, el dicho
adelantado de Leon pidio a los presentes notarios, que y estauan, deste rrequerimiento que le fazian que le diese[n] testimonios e ynstrumentos para que
el rrey, despues que fuese de
hedad, y enel rreyno viesen |59r
y entendiesen, si algun mal o
daño rrecresçiese, que ellos se ponian de parte del dicho consejo e de los que en el heran, con
buena e justa rrazon” (cap. 16).
[16] Véase lo que dice al respecto el cronista de
Juan II, en su prólogo citado más arriba. Por su parte, con el fin de respetar
ese principio irrevocable, en su primera Crónica, Ayala tuvo que encontrar la
manera de no prescindir de los dieciséis años del reinado en solitario de Pedro
I, hasta la coronación de Enrique II en Burgos.
[17] De
los 44 testimonios identificados y conservados, 7 de ellos reúnen ese fragmento
con las Crónicas de don Pedro, Enrique II y Juan I, y 37 están dedicados
exclusivamente a conservar su texto.
[18] García
(2013).
[19] No
es de creer que una revisión del texto de Ayala tan sistemática como la que
conserva el ms. II/755 se limitara a lo existente, porque no pasaría de ser un
mero ejercicio formal sin trascendencia. Solo se explica si se prolonga más
allá del texto de partida.