In
memoriam
Charles F.
Fraker
(2 de febrero 1923 - 23 de noviembre
2020)
Luisa López-Grigera
Presentar a los lectores de una revista
especializada en Retórica e Historiografía a un viejo profesor americano,
dedicado a estudiar la Edad Media española, puede no ser tan fácil. Porque
sucede que la verdadera y primera profesión de Carlos Fraker, al que muchos
colegas vinculados a esta revista conocen por sus valiosísimos estudios sobre
Alfonso X,[1]
y sobre la retórica en el Poema de
Alexandre y en la Celestina, no
era la filología sino la música. En
efecto, el profesor Fraker, en sus estudios de grado no había solfeado
profesionalmente ni la tercera declinación latina, ni la yod romance, sino las
claves, no solo la de sol y la de fa, sino todas las otras. La harmonía la
había estudiado con Hindemith en Yale, donde se graduó en 1946. Como ejecutante
era tan excelente al piano como al clave. La música la solfeaba verdaderamente
no solo cuando la ejecutaba, sino también cuando la escuchaba.
A veces las dificultades para ejercer plenamente
y con dignidad la profesión obliga a muchos estudiosos a escoger otro campo en
el que haya mayores oportunidades de trabajo plenificante. Un campo vecino. El
de las artes literarias fue su elección, y lo eligió vecino y próximo:
hispanohablante por la madre puertorriqueña y por el padre, anglo-americano,
profesor de español, la escalada profesional la hizo a través de una maestría
en Filología Hispánica en la Middlebury Spanish School de Madrid en 1953, y de
un doctorado en 1963 (sobre el Cancionero
de Baena) en Harvard, donde encontró a la compañera del resto de sus días —Doris
Cross—, alumna estimadísima de Jorge Guillén y brillante estudiante de
doctorado de Español en Harvard.
Y ya le tenemos instalado dos años más tarde en
la Universidad de Michigan. Allí, en Ann Arbor, fue donde le conocí, cuando me
integré diez años más tarde. Allí fui testigo de su condición de maestro, de
excelente maestro y amigo tanto para los pregraduados como para los
doctorandos. Allí le encontré tantas veces leyendo en algún rincón de una de
aquellas librerías annarboritas que se parecían más a las del viejo mundo,
tanto que Borders, su favorita, acabó instalándose no sólo en toda América,
sino también en Europa. Allí su profundo sentido del humor frecuentó excelente
amistad dialogante con colegas de todas las disciplinas. Y como es lógico dada
la condición de intelectual auténtica de su esposa, la casa de los Fraker fue
un precioso centro de vida humanística. Y para mí, particularmente, lugar
privilegiado.
Si se me pregunta cuál fue la clave de esa vida
de autenticidad profesional, yo diría sin duda que Carlos Fraker fue un
verdadero estudioso de los que quieren saber lo que ignoran y quieren saberlo
de verdad y llegar hasta el fondo a través de todos los recovecos de sus
galerías subterráneas, de los que no se satisfacen con saber lo que ya se sabe,
porque lo que se sabe no alcanza a explicar los recónditos secretos de esa
armonía apenas perceptible, pero existente en lo que se quiere conocer, que
Carlos estaba totalmente incontaminado de esa lepra que ha invadido el mundo de
nuestras universidades, que es trabajar para el curriculum: asistiendo a
cuanto congresito se celebra por ahí, publicando y publicando.[2]
Luisa López-Grigera
University of Michigan
[1] Acababa yo de llegar a Ann Arbor. Fraker había
publicado en Romania un artículo
sobre Alfonso el Sabio, a propósito del cual Raimundo Lida me comentó por
teléfono: “Nos ha salido un nuevo don Ramón”.
[2] Se ha dicho que en las
universidades de EE.UU. existe un precepto: “Publish or perish”. Tal vez lo
hubo, pero hace mucho tiempo: a principios de los ochenta las mejores
universidades americanas advirtieron en sus campus sobre el daño que podía
acarrear la frecuencia en el publicar: en la nuestra de Michigan se aconsejó
que no se hiciera con menor distancia que tres años entre uno y otro
trabajo.