DOI. https://doi.org/10.17398/1886-9440.15.77
Christian C. Cáceres Sandoval
(Universidad Nacional
Mayor de San Marcos)
Las estrategias textuales en la crítica de la
administación colonial en la Historia General del Perú
de Fray Martín de Murúa
Textual Strategies in the Criticism of
the Colonial Administration in the General history of Peru by friar
Martín de Murúa
Abstract: This article intends to provide a new
approach to the discursive mechanisms of the General History of Peru by
Friar Martín de Murúa, shedding light on his work. We will show how he slips a clear criticism of
the colonial order from which he writes resorting to the exemplary tradition
and also how he sets a model for the administration. On the other hand, we must
notice that the censorship existing at the time produces a convoluted text, with a carefully weaved argumentative web that plays on
several topics by reworking them to the author’s benefit.
Key
Words: Exemplary tradition,
Peruvian colonial historiography, Post-Toledan chroniclers, Martín de Murúa, General
history of Perú.
Resumen: Nuestro trabajo intenta una
aproximación a los mecanismos argumentativos de la Historia general del Perú de fray Martín de Murúa y sumar así
nuevas luces en torno a la obra del mercedario. Demostraremos cómo este desliza
una decidida crítica al orden colonial desde el que escribe recurriendo a la
tradición ejemplar y cómo, además, plantea un arquetipo de administración. Por
otro lado, debemos advertir que la censura de la época provoca un texto
sinuoso, una cuidadosa red argumentativa que juega a su vez con algunos tópicos
reelaborándolos para su beneficio.
Palabras Clave: Tradición ejemplar, historiografía colonial peruana,
cronistas postoledanos, Martín de Murúa, Historia general del Perú.
Fecha de Recepción: 25 de octubre de 2020.
Fecha de Aceptación: 14 de diciembre
de 2020.
Introducción
Escasos y poco probables, en
su mayoría, son los datos que conocemos
acerca del autor de la crónica que nos ocupa. Es más, el propio Murúa es quien
consigna la mayor parte de ellos en dicho texto. Tanto el lugar de su
nacimiento (Guipúzcoa) como la fecha del mismo (entre 1525 y 1535), la de su
ordenamiento como mercedario (antes de los 25 años) y la de su paso a
territorio peruano confirman la ya señalada incertidumbre. Mayor luz existe
sobre su estancia en la tierra de los incas: comendador del convento de Huerta,
cura doctrinero en Capachica, cura de Huata, vicario de Aymaraes y comendador
de Yanaoca.[1]
Hasta hace relativamente poco el mismo panorama se
cernía en torno a su obra; sin embargo, en el transcurso de los años se ha
despejado nuestro conocimiento sobre la misma, no así la atención por parte de
los críticos. Este desinterés obedece, en primer lugar, a su tardío
descubrimiento: desde 1922 se sabe de su existencia gracias a una edición a
cargo de Horacio H. Urteaga y D. Carlos A. Romero; en 1946 Raúl Porras
Barrenechea publica en Lima una segunda edición y, ese mismo año, Constantino
Bayle publica en Madrid la suya. Cabe señalar que todas ellas eran versiones
fragmentadas de una copia de la primera versión de la crónica de Murúa, el
manuscrito Loyola. Copia que luego desapareció y que fue el origen de las
evidentes ausencias y divergencias de dichas publicaciones. Lo paradójico es
que hasta ese momento no se sospechaba de la existencia de una primera versión
como tal. Cuando fija su edición, el mismo Ballesteros (2001: 13) sostiene que
el manuscrito Loyola sea quizá la copia de borradores o «en sí mismo un sucio
anterior del original».[2]
Es justamente este investigador quien logra descubrir la versión final del
texto de Murúa, el manuscrito Wellington, hacia 1950, y la publica entre 1962 y
1964 en una reducida tirada de solo 500 ejemplares. Habría que esperar hasta
1987 para una reedición más amplia y dirigida a un público menos especializado;
otra reedición, de similares características, apareció el 2001.
La segunda razón, no menos importante, es el lugar que
ocupa en la tradicional periodización de las crónicas peruanas: Murúa se
encuentra dentro de los llamados cronistas postoledanos, es decir, flanqueado
(y oscurecido) por las figuras de Felipe Guaman Poma de Ayala y del Inca
Garcilaso de la Vega.[3]
Como es evidente, la atención de los especialistas ha recaído sobre estos
últimos en detrimento del cronista vasco (igual situación comparte su coetáneo
Miguel Cabello de Balboa). Finalmente, cabe señalar que las famosas y
furibundas denuncias de Guaman Poma hacia nuestro cronista han despertado, de
alguna manera, cierto interés de los estudiosos y han dado pie a algunos trabajos
sobre el particular.
En consecuencia con este último punto, esta
desatención ha provocado que la literatura crítica sobre la Historia general del Perú no se
caracterice, precisamente, por su abundancia. Ahora bien, si se echa un rápido
vistazo sobre esta se observará que gran parte de ella explora su dimensión
intertextual: Porras Barrenechea (1986), Rowe (1987) y Álvarez-Calderón (2007)
han demostrado cómo nuestro cronista se apropia casi textualmente de materiales
ajenos. Desde perspectivas diferentes, los trabajos de Adorno (2004) y de
Adorno y Boserup (2008) constituyen otros aportes significativos; en el primero
de ellos se revela el rol de la censura y, sobre todo, la del material
censurado en la crónica en cuestión, mientras que el segundo detalla con
minuciosidad las relaciones entre la primera y la última versión de la obra de
Murúa.
En este contexto, nuestro trabajo se centra en el
texto mismo y busca evaluar sus mecanismos de significación; de esta manera,
pretendemos esclarecer algunos aspectos en los que la mencionada literatura
crítica no ha reparado. Básicamente, buscamos demostrar que la Historia general del Perú tiene una
fuerte dimensión crítica que, para escapar de la censura,[4] echa
mano de diversas tradiciones, en especial, la ejemplar. El blanco de sus
cuestionamientos es la deficiente administración colonial de su tiempo,
ineficacia que reside, para Murúa, en la extrema codicia de sus funcionarios.
En este sentido, no se trata de una crítica del sistema sino de sus ejecutantes.
Ello explica por qué nuestro mercedario deja entrever a ratos (los más) tibios
cuestionamientos al orden colonial existente; a ratos (los menos), encendidos
elogios: esta actitud contradictoria se torna aparente a la luz de esta
distinción. Sin embargo, esto no impide que nuestro cronista denuncie el
dramático descenso de la población indígena como otro efecto de la impericia
colonial, ineficacia que se resalta al compararse con los dos modelos que
propone de manera implícita Murúa: el gobierno incaico y la labor del virrey
don Francisco de Toledo (1569-1581).
1.
Antes de iniciar el análisis es necesario realizar una
sucinta descripción de la crónica en cuestión, que tiene dos partes básicas:
una importante sección paratextual[5]
denominada “Al lector” (cabe anotar que Murúa lo acompaña de trece
recomendaciones/validaciones sobre la obra) y el texto en sí mismo. Este último
se encuentra dividido en tres libros. El primero, compuesto por noventa y tres
capítulos, atañe a la historia del Tahuantinsuyo. Se ensaya una biografía de
cada inca con su correspondiente coya (desde Manco Cápac hasta la ejecución de
Túpac Amaru I) y se narran sus principales hechos; las únicas excepciones están
constituidas por el primer capítulo que aborda la etapa preincaica y los ocho
capítulos finales dedicados a anécdotas memorables (o bien de los soberanos o
bien de otros personajes importantes del incanato). El segundo libro, compuesto
por cuarenta capítulos, informa y describe tres aspectos del Tahuantinsuyo. En
primer lugar sobre el inca y sus costumbres; en segundo, sobre su gobierno: la
administración y las tradiciones impuestas; y, en tercer lugar, sobre la
dimensión religiosa del incario. Finalmente, el tercer libro, compuesto de
treinta y un capítulos, es una descripción que comprende el aspecto geográfico
del territorio peruano, el régimen administrativo colonial, el plano
eclesiástico (con énfasis especial en la orden mercedaria) y, finalmente, el
recuento de las ciudades fundadas por los españoles en el Perú.
Esbozado el esquema general de la crónica, es
fundamental revisar con minuciosidad el paratexto. La breve introducción (diez
páginas) a la Historia general del Perú
puede ser dividida en cuatro partes: [6]
(1) La introducción propiamente dicha, que consta de
una breve página y en la que expone sucintamente las razones y los fines de su
obra.
(2) Dos composiciones poéticas elogiando al cronista.
(3) La colección de una serie de autorizaciones o
legitimaciones sobre la crónica y sobre su autor, trece en total (incluida la
licencia de impresión), hecha por diversas personalidades del virreinato.
(4) Una presentación y dedicatoria dirigida al futuro
rey Felipe IV.
Nosotros nos vamos a centrar en la introducción
propiamente dicha. Aquí, Murúa comienza empleando una oración concesiva, mediante
la cual se reconoce de entrada la existencia de un nutrido corpus de
crónicas sobre el tema que va a abordar, tanto de manera general como
particular: «Aunque muchos han tocado los sucesos de los Yncas […] y aun
algunos han hecho particulares libros» (27). Sin embargo, tras esta permissio, Murúa apela a la auctoritas, en este caso, para legitimar
su discurso, recurre a una traducción de la definición de historia que Cicerón
ofrece en De oratore 2.9.36: Historia vero testis temporum, lux veritatis,
vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis:
si se ha de guardar el rigor de lo que quiere
decir Historia, conforme la definió Cicerón en el libro 2° de sus oraciones que
dijo que la Historia era testigo de los Tiempos, Luz de la Verdad, Vida de la Memoria,
Maestra de la Vida y Correo de la Antigüedad, ninguno pienso que ha cumplido
con todas estas condicionales con el rigor que yo he deseado cumplir (27).
Nótense aquí dos cosas: en primer lugar, la forma
sutil como recubre de falsa modestia su intención, de aquí el empleo del
condicional y el tono subjetivo que imprime a sus palabras. No se trata de una
afirmación categórica, sino de posibles: si
se ha de guardar, ninguno pienso,
he deseado. En segundo lugar, y más
importante, la posición de saber que asume el cronista, de aquí el recurso a
Cicerón y la precisión de la cita. Murúa legitima su Historia general del Perú
basándose en un saber hacer, en un cómo discurrir sobre el género
historiográfico. En resumen, esta conciencia de letrado se suaviza bajo los
ropajes de la falsa modestia.
Sin duda, estamos ante la «importancia de la armonía
discursiva» (Mignolo, 1982: 93) que caracteriza a los cronistas de fines del
siglo XVI: ya no se trata tanto de la verdad empírica, de la posesión de la
historia sino más bien de la posesión del discurso, de las formas
historiográficas exigidas: «“tener discurso” significa poner la relación en los
términos exigidos por la formación discursiva» (Mignolo, 1982: 90). En resumen,
esta declaración de principios no solo sirve para hacerse un lugar de
privilegio y novedad entre la ya abundante producción realizada sobre el
incario, sino que también explica los flagrantes “plagios” que se denuncian en
la obra del mercedario.[7]
Para la época lo importante no radica en el qué sino en el cómo: es decir,
saber dotar al texto de armonía y, en especial, de coherencia.
Inmediatamente después de afirmar este prurito de
rigurosidad, Murúa busca demostrarlo siguiendo punto por punto la definición
ciceroniana. En primer lugar, nuestro fraile vasco lo basa en la recolección y
consulta de dos tipos de fuentes, orales y materiales (“escritos”), aparte de
en su propia experiencia indiana. En cuanto a lo oral, señala: «he conferido lo
que escribo con los testigos de entrambos tiempos» (27); esto responde a la
primera sentencia de Cicerón, la historia como testigo de los tiempos (testis temporum). Cabe resaltar los
criterios de selección de fuentes indígenas del mercedario: edad y
entendimiento («indios de mayor edad y discurso», 27). En cuanto a lo “escrito”,
el mercedario afirma que estuvo «revolviendo su modo de archivos y depósitos más olvidados y sepultados» (27). De esta última labor, el cronista
desprende la segunda y tercera definición de Cicerón (lux veritatis y vita memoriae):
«con que se ha dado la luz posible a
la verdad que se busca y vida a la memoria que
se iba a acabar» (27). Nótese que los subrayados nuestros destacan dos
cosas: (1) la falibilidad de lo escrito, no por culpa del cronista sino por la
corrupción e inseguridad de las fuentes, y (2) la conciencia de la importancia
de su labor (la crónica como un paliativo del olvido).
Finalmente, en la penúltima definición de Cicerón (magistra vitae) se concentra la densidad
explicativa: para las tres anteriores se emplearon seis líneas, la misma
cantidad que para esta última. Dicha densidad es proporcional a la importancia
de lo que se propondrá como objetivo de la narración histórica, configurarse
como modelo de gobierno: «con la buena política que se verá en la descripción,
que aquí ponemos de aquellas provincias [las peruanas] con que se ha seguido el
último fin que se pretende en la historia, que es recreado enseñar a vivir a
los que leen, con el ejemplo de los que pasaron» (27). Murúa deja claro desde
el principio el talante perlocutivo de su escrito. Más adelante, veremos
también como el de su interlocutor ideal.
El paratexto cierra con una serie de autorizaciones
(catorce) y la licencia de impresión que va a consignar en las siguientes
páginas. Deja el juicio de su obra al escrutinio atento de estos personajes:
«todo lo uno y lo otro [los argumentos esgrimidos] remito y sujeto a la
erudición de tantos hombres graves como hoy escriben» (27). Ahora bien, la
selección de estos garantes sigue dos criterios: (1) su relativa jerarquía (por
ejemplo, entre ellos tenemos al gobernador de Tucumán, Luis Quiñones) y (2) su
amplia experiencia en tierras indianas. Este último rasgo es crucial pues
denota competencia a la hora del juicio.
Ahora bien, otro paratexto que merece ser evaluado es
la dedicatoria de la crónica. Murúa fija como interlocutores a la pareja
heredera: el actual príncipe, futuro rey Felipe IV, y su consorte Isabel de
Borbón. A pesar de obedecer a un tópico, aquí se destacan dos cosas: la forma
como conceptúa su propia obra («traygo un don y un tesoro copioso», 36) y los
rasgos que le atribuye y que le proporciona ese carácter privilegiado («la
verdad de la antigüedad y de la grandeza de la novedad», 36). Es decir, lo
veraz y lo novedoso de su crónica la constituyen como un presente nada
despreciable. Sin embargo, lo que llama verdaderamente la atención es que Murúa
dedique la crónica al heredero y no al rey, ¿tal vez, y a la manera de un
espejo de príncipes, el mercedario está mirando al futuro: solo el nuevo rey podrá
hacerse cargo de los fallos que nuestro cronista irá deslizando a ratos en su
texto (y que ya analizaremos)? Recordemos que, según Mignolo (1982), la crónica
debe escribirse con cierta doble finalidad: desde un punto de vista filosófico,
la historia debe ocuparse de verdades particulares; y estas verdades, desde el
punto de vista público, deben estar al servicio de la utilidad comunitaria. En
este sentido, el carácter modélico de la crónica del mercedario, que pone
énfasis en el aparato político y administrativo, ¿está orientado a buscar una
respuesta promisoria en la realidad futura y así mostrar su utilidad? ¿Esa es
la finalidad de las décadas de trabajo y redacción, del largo y penoso viaje de
retorno emprendido? ¿Debido a ello es que su Historia general del Perú es un «pronóstico felicissimo» (36)?
Estas preguntas intentarán ser respondidas a lo largo de nuestro trabajo.
En resumen, en este paratexto introductorio, Murúa
hace gala de un saber hacer historiográfico y sustenta la importancia y lo singular
de su trabajo en el rigor aplicado a su elaboración.[8] El
rasero al que se ciñe es la frase ciceroniana ya citada. De esta, además, se
desprende el carácter docente de su labor: la historia que narre será un espejo
donde el presente ha de mirarse y ha de advertir los errores y los aciertos del
pasado. Y, por tanto, respectivamente, saber evitarlos e imitarlos. Por último,
la dedicatoria refuerza dicha intencionalidad, generar un cambio, llamar la
atención sobre lo que acontecía en los territorios andinos.
2.
La dimensión ejemplar de nuestra crónica, que se
presagia como fundamental desde el paratexto analizado, pasará a ser una
realidad, sobre todo, en su primer libro, el propiamente histórico. La mayoría
de exempla que encontremos se van a
formar en torno a vicios y virtudes: estos van a tomar cuerpo en alguno de los
personajes y el destino de los mismos marcará las consecuencias del vicio o de
la virtud. Por lo general, dichos pasajes están marcados por un inicio de tono
homilético en el cual se expone el pecado, su origen, su naturaleza y sus
consecuencias. Terminado el exordio, se empieza con la narración en sí. Por
último, en la peroratio se vuelve a
advertir sobre los peligros de dicho pecado. Finalmente, cabe señalar que
podemos encontrar estos exempla tanto
jugando un rol central en el decurso de la historia (de hecho, su sucesión está
regida por la expiación de algún pecado) como de manera aislada, es decir, sin
ninguna consecuencia en los acontecimientos narrados.
Esta coalescencia de diversas tradiciones (lo ejemplar,
la homilética y la historiografía) en nuestro texto exige realizar un rápido
recorrido histórico sobre la evolución de sus relaciones. En específico, solo
nos limitaremos a circunscribir la presencia del exemplum en estos discursos y detallar algunos rasgos específicos
de la época que nos atañe. Otro intento escaparía a los objetivos de nuestro
trabajo.
En la retórica de la Antigüedad, el exemplum formaba parte de la argumentatio. Su contenido y sus
funciones eran, según Harto Trujillo (2011: 511), las palabras o acciones de un
personaje importante y la búsqueda por adornar el discurso, enseñar y persuadir
mediante el mismo. Estas características son las que permiten entender su
ligazón a la historiografía clásica:
por su carácter didáctico y moralizante, por
centrarse en temas bélicos y políticos, por su relación con la épica y la
tragedia y por ser en gran medida autobiográfica, no es sino una colección de exempla
y de relatos protagonizados por auctoritates reconocidas por todos (Harto
Trujillo, 2011: 513)
Ahora bien, ya desde los primeros años del
cristianismo y durante la Edad Media, el exemplum
será adaptado por la Iglesia debido a su potencial persuasivo. Obviamente, se
trocarán las virtudes ensalzadas (otras se mantendrán) y los personajes que encarnan
dichos rasgos. Gregorio Magno será quién establezca la esencialidad de este
recurso para la predicación. Harto Trujillo (2011: 515) sintetiza esta
presencia así:
En la Edad Media cambia, pues, el marco (que
ahora son homilías orales), cambia la fuente (bíblicas o inventadas), la
finalidad (religiosa), pero se mantiene la esencia del exemplum como
recurso retórico y estético utilizado para la persuasión […]. Importa también
el relato en sí (que debe captar la atención de un público poco culto) y la
enseñanza moral. Desde luego, el fin moralizante es la razón de ser del exemplum
medieval, que utilizará en mayor medida lo cotidiano y trivial, lo folklórico y
maravilloso, considerado un buen método para entretener y convencer al auditorio.
Como observación final, cabe anotar que, tras la
normativización del sermón durante los siglos XII y XIII, se compusieron
numerosas artes praedicandi que van a
ir conjuntando diversas tradiciones como la patrística, la retórica clásica y
el debate escolástico.[9]
Paralelamente a estos tratados que servían como material auxiliar para el
predicador y que muchas veces contenían una compilación de exempla, se confeccionó y divulgó una serie de repertorios de estos
últimos, creando así un vasto archivo.[10] De
esta manera, el exemplum adquiría
cierta independencia y prestigio: ya no solo lo vamos a encontrar como parte
del sermón o en las crónicas, sino también en los llamados espejos de príncipes
o en textos de naturaleza literaria. Se va a convertir en una especie de
subgénero.
Por tanto, en el Renacimiento existía ya una amplia
tradición respecto al exemplum. Este
período aportará una nueva función: si durante el Medioevo, y gracias a la
homilética, la finalidad era religiosa y moral, ahora esta va a convivir con
«la propagación de personajes y virtudes del pasado, que servirán muy bien para
crear un modelo de conducta en personajes destacados como los reyes» (Harto
Trujillo, 2011: 515). Parecida intención la hemos advertido en el paratexto
analizado. Otro rasgo importante de este periodo es la reaparición del exemplum en los tratados retóricos
humanistas con las mismas características y funciones que en la retórica
clásica: un contenido basado en comparaciones con referentes de la realidad y
una finalidad estética, didáctica y perlocutiva. Nuevamente ligado a la argumentatio (Harto Trujillo, 2011:
516-520).[11]
A grandes trazos este es el contexto cultural europeo
e hispánico en torno al exemplum.
Como hemos visto, su funcionalidad es clave y le permite moverse tanto en la
esfera historiográfica como en la homilética. Así, durante el Renacimiento su
papel será clave en estas dos tradiciones. Además, su ejercicio será constante
y parte de la formación universitaria. Para completar este panorama no debemos
perder de vista la dimensión histórica. El quiebre que suscitó la Reforma y las
medidas tomadas por Roma tras el Concilio de Trento (1545-1563) van a tener
como corolario una revitalización del afán evangelizador y, por tanto, la
dimensión homilética volverá a tener un papel preponderante en la sociedad
hispánica:
La oratoria sagrada, a través de sus
sermones, se configura así con una múltiple faceta: la primera es la de
instrumento para la dirección espiritual, ligado a una finalidad moralizante en
base a la transmisión y divulgación de los valores del catolicismo frente al
resto de expresiones […]; la segunda, quizá consecuencia de la primera, como
herramienta de culturización de un pueblo que sufre lo que fray Luis de Granada
dio en llamar «pestilencial ignorancia». (Cerezo Soler, 2018: 412)
Ahora bien, teniendo en cuenta este horizonte,
describamos el espacio colonial de fines del siglo XVI y, en específico, el
virreinato peruano. La importancia de lo homilético en los territorios de
ultramar es casi una marca de nacimiento: desde el inicio de la conquista, la
evangelización fue un objetivo señero. La cruz, a diferencia de la espada,
nunca se envainó. En cuanto al espacio andino, si bien los primeros años del
virreinato peruano estuvieron jalonados por una serie de guerras intestinas e insurrecciones
contra la autoridad real (1537-1554), una vez sofocadas continuó con más ardor
la tarea evangélica: la fundación de conventos e iglesias, la creación de la
Universidad de Lima en 1551 como respuesta a la necesidad de la formación
clerical (sus facultades originarias fueron Teología y Artes), el interés en
las lenguas vernáculas como medio de conversión (afán materializado en la
creación de la cátedra de quechua en 1577 y en los diversos catecismos editados
en dichas lenguas), etc. Para esta efervescencia, el Tercer Concilio Limense
(1582-1583) significó el establecimiento de una política común y una
normativización bajo el espíritu dictaminado en Trento.[12]
Adorno (1987) se ha encargado de dibujar la impronta
de dicho concilio para el ámbito homilético. En primer lugar, destaca la
publicación de la Doctrina christiana y
catecismo para instrucción de los indios y de las demás personas (1584),
catecismo trilingüe (español, quechua y aimara) y del Tercero catecismo y exposición de la doctrina christiana por sermones
(1585), catecismo y libro de doctrina explicada mediante sermones en edición
bilingüe (quechua y español). Todos estos títulos bajo la anuencia y el impulso
del citado concilio. Como hemos observado con anterioridad, el sermón era considerado
un instrumento esencial para que la población se acercara a la iglesia.
Trasegada a América esta confianza, solo cambia el énfasis y el público: ahora
son los indios quienes deben ser atraídos a la verdadera fe y alejados de sus idolatrías.
El Tercero catecismo
va a jugar un rol importante en el escenario peruano. En primer lugar, su
prefacio es una refundición sobre cómo se han de componer sermones, teniendo en
cuenta aspectos como: la conciencia del auditorio y, en consecuencia, la
modulación de un lenguaje adecuado a este; un estilo coloquial; la repetición
de argumentos con el fin de estamparlos en la memoria de los fieles; la
declamación dramática y la recomendación de emplear símiles y ejemplos para
explicar lo abstruso de los dogmas (“hacer las cosas visibles a los ojos”).[13]
En segundo lugar, los sermones recopilados sirvieron, por un lado, como modelos
de dicho género entre 1585 y 1615 y, por otro, como «la fuente principal de
sermones para el clero rural durante las primeras décadas del siglo XVII»
(Adorno, 1987: 111). Ya Quispe-Agnoli (2006) ha reparado en esta tradición a la
hora de explicar algunos aspectos de la obra de Guaman Poma.[14]
En consecuencia, nos parece innegable el manejo que Murúa necesariamente debió
de tener sobre esta tradición y sobre las precisiones del Concilio Limense. No
solo por la época y la más que probable relación laboral que lo une al cronista
indio, sino fundamentalmente por su condición de cura doctrinero.
Cartografiadas estas relaciones y su desarrollo tanto
en el ámbito europeo como en el indiano debemos advertir que, debido a los
objetivos de nuestro trabajo, solo nos centraremos en analizar aquellos pasajes
donde el origen de la ineficiencia administrativa colonial, es decir, la
codicia, sea el tema central. El primero de ellos lo hallamos en el capítulo
29; aquí Murúa aprovecha un episodio de la vida de Huayna Cápac para ilustrar y
advertir sobre sus peligros. Hualpaya, pariente y hombre de confianza del inca,
encarnará dicho pecado:
Bien dijo el apóstol San Pablo, que la
codicia era raíz, fuente y oriente de todos los males y pecados, pues ella
pervierte y ofusca el entendimiento del hombre, para hacer cosas indebidas y
que delante de los ojos del sumo Dios y de los hombres son juzgadas por feas e
indignas, sin admitirse escusa. Y aunque ha habido algunos que se hayan dicho
que por ser rey uno, y alcanzar el mando y poderío se podía permitir hiciese
traición, yo no hallo razón que justamente permita una cosa tan detestable,
como es intentar algo contra su supremo señor de la república, contra su rey
y señor natural, en cuya protección y amparo están sus vasallos, y el que por
todos vela ordinariamente y a quien naturalmente se debe fidelidad, amor y
reverencia. Y siendo la persona que esto trata más obligada por sangre y
parentesco, por beneficios recibidos y, sobre todo, por la confianza que del
tutor se hace, como al presente lo vemos en Hualpaya, pariente de Huayna Capac,
su tutor y gobernador en todos sus reinos […]. Este, pues, olvidado de tantas
obligaciones como esta dicho y llevado del ciego deseo de ser absoluto señor,
y aunque quizás ensoberbecido con el mando, que al presente ejercitaba, o
por ventura movido del apetito de ver a un hijo que tenía, puesto en el trono
real y grandeza, habiendo algunos años gobernado aquel señorío con
fidelidad, atropellando las razones que les impedían hacer lo que hizo, concibió
en su pensamiento alzarse y ocupar el reino. (93-94).
Como se aprecia, la estructura homilética es evidente:
Murúa cita a San Pablo y a partir de sus palabras extraerá el tema a
desarrollar: la codicia. A continuación, define sus características y sus
efectos. Nótese además la aparición de un esquema familiar, en este caso, la
codicia es madre de todos los vicios.[15] Esto
le permite derivar de ella otro tema: la traición. Nuestro cronista carga las
tintas, especialmente, sobre la cometida contra el propio soberano. Finalmente,
pasa a la narratio: Hualpaya se erige
como la manifestación de estos pecados, incluso en su caso la traición es
doble: contra su soberano y contra un miembro de su familia. Si bien Murúa
plantea dos escenarios para la causa de su codicia (o bien su deseo de ejercer
el mismo el poder o de colocar a su hijo en él) de igual manera esta desemboca
en la felonía. En conclusión, el lector debe atender al fin de aquellos que se
regodean en el pecado; como nos dice Murúa, el propósito de la historia es
enseñar con el ejemplo de los que pasaron. En este caso, Hualpaya, sus
cómplices y su descendencia entera terminarán sancionados: ejecutados los primeros,
desposeídos y convertidos en esclavos los últimos.
A diferencia del primero, el segundo pasaje va a jugar
un rol central en la narrativa histórica. En los capítulos 65 y 66, Murúa
cuenta cómo los generales de Atahualpa, Quisquis y Chalco Chima, son derrotados
por los conquistadores y Manco Inca. Debido a su colaboración, este último será
proclamado soberano; sin embargo, muy pronto las cosas se tuercen y se desata
la rebelión. El origen de esta lo halla Murúa en las pecaminosas acciones de Hernando
Pizarro.
El
núcleo explicativo se encuentra tanto en el séptimo como en el octavo párrafo
del capítulo 65; así, el séptimo nos da cuenta de las causas de la rebelión de
Manco Inca:
ya andaba Manco Ynga con más intención contra
los españoles y con ánimo de rebelarse, por los malos tratamientos y molestias
que cada día le hacía, casi peores que las que habían recibido de Quisquis y
Chalco Chima, porque fue tanta la codicia de los españoles en general y en
particular de los capitanes, especial de los hermanos del Marqués, que no había
semana ninguna que no le hacían al desventurado amontonar plata y oro como si
fueran piedras cogidas del arroyo, y aun con eso no se hartaban dello, porque
todo lo jugaban entre sí y lo gastaban, y sobre eso les quitaban las mujeres y
las hijas por fuerza, delante de sus ojos, y con estas injurias y agravios se
le resfrió a Manco Inga la voluntad y amor que a los españoles tenía (220).
Mientras,
el octavo narra, por un lado, los esfuerzos de Francisco Pizarro por aliviar dichas
injusticias y, por el otro, el porqué de su infructuosidad: «El Marques tuvo
aviso de estas cosas […], y deseando se evitasen, escribió muy encarecidamente
a sus hermanos que tratasen al Manco Ynga bien […], pero fue su carta de poco provecho
[…] porque antes empezaron a hacerlo peor» (220). De la misma manera, el final
del capítulo es también plenamente explicativo:
porque así convenía para
alcanzar libertad de la opresión en que estaban. Oyendo en todos los lugares
del reino este mandado de Manco Ynga, con mucha voluntad se ofrecieron a ello,
porque en todas partes corría un lenguaje de los españoles y un trabajo general
en los indios, por los malos tratamientos y molestias que les hacían. Todos
nacidos de la arrogancia y soberbia en que estaban, que cada día se aumentaba
con las riquezas que, lícita o ilícitamente, adquirían entre los indios, sin
considerar la estrecha cuenta que dello habían de dar en el tribunal y juicio
de Dios, a cuyas orejas llegaban los clamores de los pobres indios (221).
En el pasaje
anterior se observa cómo Murúa distingue dos grupos bien diferenciados: los
opresores (Hernando Pizarro y sus huestes) y los oprimidos (Manco Inca y su
pueblo). Respecto a los primeros se destacan dos características: soberbia y codicia.
El primer grupo puede verse circunscrito con claridad hacia la mitad del
séptimo párrafo del capítulo 65: aquí se pone el énfasis en la conducta de
Hernando Pizarro y sus hermanos hacia el inca y sus nobles. Así, nuestro
cronista indica que los conquistadores son «casi peores» (220) que Quisquis y
Chalco Chima,[16]
«por los malos tratamientos y molestias» (220). Todo ello debido a que «fue
tanta la codicia de los españoles en general y en particular de los capitanes,
especial de los hermanos del Marqués» (220) que, explica el cronista, todas las
semanas, sin excepción le hacían juntar oro y plata o, como indica a inicios
del primer párrafo del capítulo 66, «lo hacía echar preso sin causa y luego lo
soltaba» (221), tras pedirle un cuantioso rescate. Incluso «un día, por sacarle
oro y plata, prendió a Manco Ynga y le dio trato de cuerda, y le quitó las
mujeres por darle más dolor y pena» (221). Como se aprecia, los opresores son
hombres inescrupulosos, injustos y con hambre de oro. Y su jefe, Hernando Pizarro,
el más infame de ellos.
Esta
serie de abusos produce que el sujeto indígena sea objeto de conmiseración por
el lector. Para intensificar este efecto, Murúa adjetiva en varias ocasiones a
Manco Inca como el «desventurado» (220) o «el cuitado» (221) y a sus vasallos como
«pobres indios» (221). En otras palabras, el cronista nos esboza la siguiente
situación: unos súbditos fieles que debido a los abusos han sido llevados al
límite de sus fuerzas, siendo así la rebelión el único y lógico corolario.
Abusos que hallan su razón en esta hambre de oro que consume a los
conquistadores.
En
resumen, la soberbia y la brutalidad de los conquistadores, productos de su
codicia, serán la báscula que explique el alzamiento de Manco Inca. Dichos
defectos, junto con otros, alcanzan en la figura de Hernando Pizarro (y, en
menor medida, en sus hermanos y el resto de tropas) su encarnación más pura: el
mal trato dado a Manco Inca es el causante de su rebelión y el origen de los
incas de Vilcabamba. Estos son el castigo de aquellos pecados: la dimensión
aleccionadora es más que clara.
Como
observación final, es necesario precisar que esta denuncia constante de la
codicia, la cual hemos relacionado con la causa de la ineficiencia
administrativa colonial, hace eco, además, de una de las características de la crónica peruana:
la marcada influencia del discurso lascasiano a partir de los decenios de 1550
y 1560. Justamente, el hambre de oro y plata fue su principal caballo de
batalla.[17]
A continuación, nuestro último apartado está dedicado a analizar uno de los
efectos, según el cronista, de la pésima labor de los funcionarios coloniales:
la catástrofe demográfica que sufre la población andina.
3.
El cuarto capítulo del tercer libro, intitulado “De
las riquezas del reino del Perú”, expone con detalle los recursos más
abundantes de dicho territorio; realiza una enumeración descendente de acuerdo
a la productividad del recurso, por tanto, los metales preciosos van a
encabezar la lista: «Este reino del Perú es el más rico de minerales cuanto se
sabe, porque casi se puede llamar todo él, en la sierra, una mina de plata y
oro» (460). A continuación, prosigue con el control comercial que ejerce en
ultramar y finaliza con la abundancia de los ganados («infinitas crías que hay
en todo el reino de ganado vacuno y ovejuno y de cerda, que más barato sin
comparación se come en el Perú la carne que en España», 462) y la fertilidad
del campo («las sementeras de trigo son tantas y tan colmadas, que no se pasa
en el Perú hambre […], se coge infinita azúcar […], la cogida de vino […] quien
niega que sea de las más ricas del mundo», 463). Nótese que hay un afán
hiperbólico en las descripciones de nuestro cronista.
Sin embargo, Murúa rompe la estructura descendente que
ha ido construyendo (y por tanto la expectativa del lector) al ubicar el
recurso más preciado, según él, en el párrafo final del capítulo:
Una riqueza nos quedaba que referir, y la más
principal, de quien penden todas las demás deste reino, y que sin ella todas
se han de deshacer y consumir, se va poco a poco disminuyendo. Estos son
los indios dél, que por ocultos caminos se menoscaban y cada día parecen menos,
y en los llanos, como ya dije, no hay que hacer caudal de ellos. En la
Sierra, donde se han conservado mejor, también se van acabando, especialmente
en los lugares y pueblos donde van a la labor de las minas. Dios lo remedie
como puede, que si ellos faltan, toda la riqueza y abundancia de barras, de
tejuelos y de las demás cosas que tengo referidas en este capítulo, se acabarán
y fenecerán, pues ellos las crían, conservan cultivan, labran, multiplican,
trajinan y sustentan, y de ellos pende el ser y fundamento del reino que,
aunque son como la estatua que vio Nabucodonosor, de diferentes metales: oro,
plata, cobre, hierro, los pies eran de barro, y en deshaciéndose los pies, cayó
y se deshizo la estatua. Si estos pies de barro faltaren, caerá toda la máquina
del reino del Perú. Dios lo conserve, amén (464).
Esta cita es valiosa: sintetiza y da forma a una
reiterada denuncia diseminada a lo largo de la obra: la aniquilación de la
población indígena. Ahora bien, ya no es solo una denuncia que busca en su
lector ideal (recordemos que está dedicada al heredero) una respuesta de
conmiseración, sino que apela al pragmatismo económico: sin los indios no hay
más riquezas ya que ellos sostienen el virreinato, por tanto, debemos
ampararlos y propiciar su beneficio. Nótese además el carácter de urgencia con
el que escribe nuestro cronista: hace uso de una poderosa imagen y advierte la
posibilidad de una ruina total. La maquinaria colonial debe procurar con
presteza subsanar dicho problema si no quiere desplomarse como el coloso de
Nabucodonosor.
La rareza de este pasaje nos obliga a detenernos y
pensar sobre lo que existe detrás de esta compleja argumentación: ¿Murúa, acaso
influido por la prédica lascasiana (que, como hemos visto, conoce muy bien y
cita), obedece a un motivo filantrópico e intenta articular una estrategia que
mueva a las autoridades a remediar la situación del indio si no por caridad cristiana,
al menos por conveniencia? ¿O simplemente se trata de un efecto colateral en la
búsqueda por favorecer sus propios intereses?; por otro lado, la denuncia del
descenso demográfico suscita otra pregunta: ¿parte de una verdadera
preocupación o en cierta medida solo hace eco de este tópico?[18]
Optar por una u otra alternativa resultaría demasiado
simplista; por el contrario, creemos que existe un poco de todo lo anterior en
la solución que propone Murúa. A continuación, bosquejaremos sus circunstancias
personales e históricas ya que pueden despejar con mayor o menor efectividad
dichas interrogantes y comprender los elementos en juego. En el plano histórico
debemos recordar el papel de las reducciones en el virreinato: Francisco de
Toledo, al concentrar la población indígena en ellas, buscó regularizar la
tributación, la mano de obra y la evangelización.
En este escenario, el
progresivo descenso de la población tributaria representó uno de los
principales problemas que la administración colonial tuvo que afrontar desde,
por lo menos, mediados de la década de 1580. Este fenómeno obedecía a una
combinación de dos factores: la profusión de malas cosechas y epidemias que
diezmaron a la población nativa durante las dos últimas décadas del siglo XVI y
el desarrollo de un “ausentismo antifiscal”, práctica que consistía en el
abandono de los pueblos altiplánicos sujeto a la mita y la migración y el
reasentamiento en corregimientos vallunos libres de mita, estancias de
españoles o núcleos urbanos (Morrone, 2019: 53-54).
El mismo autor nos menciona que los casos más
espectaculares se dan en la cuenca del Titicaca. Por ejemplo, para el período
entre 1573 y 1645, Capachica pasa de unos 1295 pobladores a solo 92, es decir,
un descenso del 93%. Ahora bien, cuando Murúa llega a este poblado (1580) la
carga tributaria que portaba, «1295 tributarios sometidos al pago en plata
ensayada, piezas de ropa de abasca y hechuras, chuño y pescado» (58), hacía de
él un bocado apetecible tanto para la orden mercedaria como para un religioso
recién llegado a Indias.
Sin embargo, dicha cuantía va disminuyendo conforme lo
hacen los indios y, como muestran los datos, conforme pasan los años. Murúa,
que ejerce hasta 1585, probablemente va a experimentar esto en su propio
pecunio. Por ello, posiblemente sostiene que la riqueza del Perú la constituyen
los indios y que una muestra de una deficiente administración es el dramático
descenso demográfico: «se hallaron en este reino tantos millares de millares de
gente, cuando entraron los españoles, de que vemos el día de hoy tan pocos
centenares» (331), «estos indios andes cada día van disminuyéndose» (459),
«Esta gente [los indios yungas], desde que los españoles entraron en este
reino, ha sido cosa notable la disminución en que ha venido, que lugar que
tenía diez mil indios, no tiene hoy ciento […]. Así se ven infinitos pueblos
despoblados, sin que haya en ellos más que las paredes caídas que causa lástima
y compasión, y cada día van menos, de suerte que se entiende que en pocos años
se consumirán y acabarán del todo» (452), etc. Y podríamos seguir multiplicando
los ejemplos. Sin embargo, veamos cómo este descenso se articula, de manera
especular, con la crítica de la administración colonial del momento: o bien
respecto a la administración incaica o bien respecto a la toledana.
En cuanto a la primera, cuando Murúa hace la biografía
de Tupa Inga Yupangui, relata que fue memorable tanto por sus conquistas como
por sus reformas administrativas; al encarecerlas aprovecha nuestro cronista
para deslizar su crítica a través de la comparación:
La mucha orden y concierto en que puso este
Reino, pues a él se le debe toda la que en él hallaron los españoles, la cual
si en lo político y en lo que no contradice a nuestra evangélica religión se
hubieran guardado y observara, sin duda que estas amplísimas provincias fueran
gobernadas como conviene y los naturales de ellas en grandísimo aumento (315).
Si se tuviera el tino de tal inca no estaría en
peligro la riqueza del reino. Asimismo, repite la idea, cuando da una visión de
conjunto del Tahuantinsuyo:
No se les puede negar a los Yngas, haber sido
en el gobierno político de este tan extendido Reino sumamente avisados, y
discretos, gobernando estos indios conforme pide su naturaleza y condición, y
acomodando las leyes a las tierras y temples de ellas y a las inclinaciones de
los indios. Todos confiesan que si el día de hoy fueran regidos conforme lo
fueron de los Yngas, trabajaran más los indios y se vieran mayores efectos de
su sudor, y se fueran aumentando en infinito número (339).
En cuanto a la labor de Toledo, en el momento en que
existe oportunidad esta es elogiada:
Don Francisco de Toledo […] dio nuevas
órdenes y trazas para el beneficio de los metales por azogue […] con que añadió
a la riqueza del Rey Reino millones de pesos […]. Finalmente dispuso y ordenó
el gobierno del Reino para españoles e indios con tanta prudencia, rectitud
y celo, que hasta la fin del mundo durará su memoria en el Perú, mediante
las ordenanzas que compuso (466).
En especial, el acento recae sobre la creación de las
reducciones: su origen, su finalidad y las mejoras que significaron para la
administración colonial. A partir de ello, Murúa cuestiona el actual estado de
cosas en el virreinato peruano, pues se están descuidando las instituciones y
reglamentaciones impuestas bajo Toledo:
como desease sumamente acertar en el gobierno
y regimiento deste reino, que aun en él las desórdenes y pocas justicias no
estaban del todo extintas y acabadas, y queriendo hacer una visita general de
todo el reino de los indios y reducirlos a pueblos en orden y policía
cristiana, pues era el único remedio que había para doctrinarlos perfectamente,
y que tuviesen noticia de las cosas de Nuestra Santa Fe católica, y se fuesen
extirpando de entre ellos los ritos y ceremonias antiguas, mediante la
presencia de sus curas y sacerdotes, por cuyo medio se abstendrían de muchos
vicios de embriaguez y otros abominables y dañosos, los cuales, por la
experiencia se ha visto haber sido cosa convenientísima para la salvación de
las almas destos naturales y, por el contrario, las reducciones que se han
deshecho aumentándose los pueblos mediante las diligencias que hombres de poca
conciencia y temor de Dios, cohechados de los indios, han hecho, se ha visto y
ve cada día la disminución que hay en el bien espiritual de estas almas, y aun
cuantas se mueren sin confesión y sin sacramentos, por esta causa. (270-271)
Finalmente, nuestro cronista sintetiza: «si hoy se
guardase lo que él ordenó, mandó y reformó, no habría más que desear y estuviera
todo él en suma paz y justicia» (271).
Ahora bien, estas críticas parecen desvanecerse frente
a los capítulos quinto y sexto del tercer libro. Únicamente en ellos se habla
de manera directa sobre la actualidad y es, solo en ellos, donde nos va a
sorprender la actitud elogiosa de Murúa: «en todo el reino, el Rey y sus
ministros el principal cuidado con que viven es mirar el bien y conservación de
los indios con más diligencia que el de los españoles» (471), pero si es así
¿por qué en páginas anteriores denuncia la desaparición de los pobladores
andinos?, ¿acaso Murúa no es consciente de la contradicción en la que cae su
discurso?:
No se piense que de parte de los Reyes de
España es todo codicia y sacar dineros del Perú, que cierto lo más de sus
rentas se emplean en amparar a los indios, que sin duda, fueron venturosos en
haber caído en las manos y señorío de los católicos reyes de España […]. Los
tributos que los indios pagan están dispuestos con toda la suavidad posible […]
y en ello se mira su utilidad, de suerte que en todo se han dispuesto sus cosas
con la menor carga posible. (471)
De la misma manera, cuando se ocupa de la justicia
administrada, Murúa parece describirnos un estado ideal de las cosas. Sin
embargo, si leemos con atención, vemos que se hace una distinción entre el
sistema y sus funcionarios. El modelo es la perfección encarnada y las
intenciones de los altos dignatarios (rey, virrey, etc.), inmejorables; el
problema radica en quienes hacen uso del mismo para medrar. Pero, como se ha
señalado, ya el cronista ha advertido sobre los peligros de tal pecado (y de
otros) en los exempla narrados.
En este sentido, el capítulo 22 del segundo libro es
crucial. Aquí Murúa expone la legislación incaica. En el pasaje que citaremos
vamos a observar cómo se va a establecer una continuidad entre la
administración en el Tahuantinsuyo y la labor toledana. Modelos que destacan la
crisis en la que escribe Murúa. A su vez, nos permite comprender cómo esta
crítica es dirigida a los ejecutantes, no al aparato en sí. Por lo tanto, de
aquí que no resulte contradictoria la hiperbólica valoración que se haga del
sistema virreinal en los capítulos 5 y 6 del tercer libro. En otras palabras,
las bases ya están correctamente sentadas: Toledo puso el cimiento, se falla en
la ejecución. Al mismo tiempo, en la crítica de los funcionarios opera una
lógica pecado-expiatoria, [19]
se vindica a la codicia como el centro de estos fallos. De aquí que
sea subrayada constantemente como un problema hispánico. Veamos el fragmento en
cuestión:
Todas estas ordenanzas, que se mandaron
guardar con grandísimo rigor, las dio el Ynga puestas con sus ñudos en los
cordeles que ya hemos dicho que ellos laman quipos. Dellas sacó hartas el
virrey don Francisco de Toledo, que con tanta prudencia y valor gobernó este
Reino, cuyas ordenanzas y estatutos el católico rey don Philiphe Segundo mandó
se cumpliesen y guardasen […], las cuales, si el día de hoy se guardase con
puntualidad, castigando los transgresores de ellas, sin duda los indios fueran
creciendo en número infinito y la justicia y religión cristiana fuera temida y
respetada. Pero las personas a cuyo cargo está el cumplimiento de ellas son los
primeros a quebrantarlas, y los que habían de tener más cuidado al bien
espiritual y temporal de los indios, porque están entre ellos con mando y poder
real, son los que disminuyen y hacen mayores vejaciones y molestias, todo por
la codicia, raíz y fuente de todos los malos. Dios lo remedie. Amen. (394)
Este arquetipo que propone Murúa puede verse reafirmado
no solo en lo que dice sino también en lo que oculta. Expliquémonos, cuando se
narra la caída de los incas de Vilcabamba con la ejecución de Túpac Amaru,
nuestro cronista configura a Toledo como un instrumento de la justicia divina.[20]
Ahora bien, si analizamos este pasaje, vamos a notar que, aunque Murúa narre lo
discutido de la sentencia (los diversos ruegos por la vida del inca, incluso la
del mismo Túpac Amaru) y comente la gran lástima de este suceso, no existe una
valoración sobre la decisión toledana; solo se repite su negativa rotunda:
«cerró los oídos» (297), «resolutamente se lo negó, y cerró la puerta a ruegos
y suplicaciones en este caso» (298). Tal vez, la “acusación” más grave que
emita sea achacarle inflexibilidad tras el sentido ruego del propio inca:
Rogó muy afectuosamente que no le matase el
virrey pues él no le había ofendido ni le era su muerte de ningún provecho, y
que lo enviasen a Su Majestad para que allí fuese su yanacona, que
quiere decir criado, pero poco aprovechó este ruego, ni movió el corazón duro y
obstinado del virrey a lástima ni compasión. (298)
Tras lo desarrollado en este acápite se hace evidente
que Murúa busca alejar toda sombra de crítica sobre el proceder de Toledo. Si
lo comparamos con las otras crónicas de sus contemporáneos postoledanos esta
intención es innegable. Tanto en Garcilaso como en Guaman Poma se critica la
decisión del virrey; este último con virulencia (incluso afirma que su
desdichado fin es un castigo a su soberbia). Además, en ambas se cuenta algo que
elide Murúa: el no tan glorioso fin de Toledo al regresar a España. En las dos
crónicas este fallece luego de ser desairado por el rey debido a lo sucedido
con Túpac Amaru. El cronista mestizo añade, además, el embargo cautelar de
todos sus bienes. Veamos primero la versión de Guaman Poma de Ayala (1615:
461):
y queriendo entrar a bezar las manos de su
Magestad al señor y rrey don Phelipe […], el montero de cámara no le dio lugar
ni le dejó entrar ni se le dio lisencia para ello. Con este pesadumbre, se fue a
su casa y no comió y se asentó en una cilla. Asentado, se murió […] y despidió
desta vida. Y acabó su uida sentiéndose del dolor de no uer la cara de su rrey
y señor. De los males que abía hecho en este rreino, ací al Ynga como a los
prencipales yndios y a los conquistadores deste rreyno […] Y ací la soberbia le
mató a don Francisco de Toledo.
Por su parte, Garcilaso de la Vega (2009: 757), con su
maestría habitual, lo condensa así:
Con estas imaginaciones de tan grandes
méritos, entró a besar la mano al Rey Don Felipe Segundo. La Católica Majestad,
que tenía larga y general relación y noticia de todo lo sucedido en aquel
Imperio, y en particular de la muerte que dieron al Príncipe Túpac Amaru, y del
destierro en que condenaron a sus parientes más cercanos, donde perecieron
todos, recibió al Visorrey, no con el aplauso que él esperaba, sino muy en
contra. Y en breves palabras le dijo que se fuese a su casa, que Su Majestad no
le había enviado al Perú para que matase Reyes, sino que sirviese a Reyes.
Resta decir muy poco; la intención de Murúa es
notoria. La labor toledana forma una parte central de su estrategia como para
empañarla mencionando su acerbo fin.
Conclusión
Hemos demostrado cómo Murúa critica la labor de los
funcionarios coloniales postulando, en primer lugar, una contraparte modélica:
el gobierno incaico y el del virrey Toledo; y en segundo, denunciando a la
codicia como origen de dicho mal. Esta última echa mano de la tradición
ejemplar para advertir sobre las peligrosas consecuencias del abandonarse a tal
vicio. Finalmente, el mercedario deplora la desaparición de los naturales e
intenta revertir dicha situación bajo un argumento de corte pragmático: la
corona debe intervenir pues la verdadera riqueza andina se encuentra en sus
pobladores. Este panorama es, para Murúa, otro efecto de la nefasta
administración colonial.
Christian C. Cáceres Sandoval
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Perú
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[1] Para
mayores detalles remitimos a la enjundiosa introducción de Ballesteros Gaibrois
(2001) a la crónica del mercedario. Ahora bien, es necesario indicar que la
reciente investigación de Aguinagalde (2019) dibuja un panorama completamente
distinto: sostiene que Murúa nació en Escoriatza el uno de noviembre de 1566 y
que falleció el seis de diciembre de 1615 en la misma localidad. Aunque su
argumentación es bastante sólida, nosotros compartimos los reparos de Ossio y
Cummins (2019): resulta improbable que Murúa, con poco más de veinte años, sea
capaz de acometer una empresa que entraña ciertas dificultades y exige no pocos
conocimientos; por ejemplo, algo más que rudimentos del quechua, cierta
familiaridad con la tradición historiográfica y con la población andina, etc.
[2] Como sabemos ahora, aquel sucio original resultó ser el manuscrito Galvin, la primera versión
de la obra del fraile vasco, descubierto tras una ardua investigación por Juan
Ossio en 1996 y dada a las imprentas en edición facsimilar ocho años después.
Nosotros, sin embargo, analizaremos la versión final.
[3] Para una detallada información sobre estos
cronistas y sus características véase García Bedoya (2000). Asimismo, para una
expeditiva síntesis sobre las diversas clasificaciones en torno a los cronistas
de la región andina puede consultarse Pease (1995: 111).
[4] Ya
Friede (1959) advirtió su importancia en el circuito cultural hispanoamericano
colonial. La obra del mercedario no es ajena a ella y su presencia va a
determinar, en cierto modo, su escritura. Para un análisis detallado sobre su
efecto véase Adorno (2004).
[5] Genette (1989: 11-12) define así a todo
elemento que no forme parte del cuerpo textual mismo, sino que lo rodea.
Acompaña al texto, lo presenta: portadas, títulos, subtítulos, dedicatorias,
epígrafes, prólogos, notas a pie de página, etc. Para un análisis exhaustivo de
dichos elementos, consúltese Genette (2001).
[6] Remitimos en el estudio únicamente a las
páginas de la edición de Ballesteros Gaibrois (Murúa, 2001). En adelante todas
las citas serán de esta edición.
[7] Por ejemplo, las
acusaciones de plagiar a Guaman Poma de Ayala hechas por Porras Barrenechea
(1986). De la misma manera, también Rowe (1987) subraya las “coincidencias”
entre la obra de Gómara y la del mercedario. Finalmente, Álvarez-Calderón
(2007) ofrece un abanico más amplio de textos tomados por Murúa: el Symbolo Catholico Indiano (1598) de Fr.
Jerónimo de Oré, la República de Indias (1575
y 1595) de Fr. Jerónimo de Román y Zamora, Los
Errores y Supersticiones de los indios y de la Instrucción contra las ceremonias y ritos… de Polo de Ondergardo y
la Historia de los Incas de Sarmiento
de Gamboa. Asimismo, la autora se encarga de reseñar otros estudios al
respecto.
[8] Según Mignolo (1982), esta conciencia sobre la
historia como una labor especializada y que requiere de ciertas competencias
(un “saber hacer”) responde a otra de las características fundamentales de la
crónica de Indias.
[9] Para una visión detallada
y profunda sobre la evolución de estos tratados en el Medioevo puede
consultarse Alberte (2003). Para una visión más general sobre el exemplum en la Edad Media, cf. Battaglia
Ricci (2003), Berlioz (1980, 1991), Berlioz & Polo De Beaulieu (1998, 2000),
Bremond, Le Goff & Schmitt (1982), Delcorno (1989), Le Goff (1988), Ricklin
(2006) o Tubach (1969), entre otros muchos.
[10] Harto Trujillo (2011) afirma que entre los siglos
XIII y XIV pueden contabilizarse más de cuarenta y seis de estos repertorios.
[11] Para una visión más profunda sobre el exemplum en el Renacimiento, cf. los
trabajos de Aragüés Aldaz (1993, 1999), Maslakov (1984), Lafond (1986).
[12] Para examinar con profundidad
dichas medidas puede consultarse López Lamerain (2011).
[13] Adorno (1987: 111) nos
indica cómo casi punto por punto se siguen Los
seis libros de la retórica eclesiástica (1576) de fray Luis de Granada.
[14] Al
respecto puede verse el siguiente capítulo: «La Nueva corónica y buen gobierno en la tradición textual hispánica
del sermón y la profecía» (Quispe-Agnoli, 2006).
[15] En la tradición cristiana, este lugar suele
ser el de la soberbia: «Una lista de ocho pecados tuvo su origen en los monasterios
de Egipto en el siglo IV y fue recogida por el monje Evagrius (gula, lujuria,
avaricia, codicia, ira, pereza, vanagloria, soberbia). Ella pasó luego a
Casiano […] y a Gregorio Magno quienes la difundieron a toda la Edad Media.
Pero Gregorio Magno, si bien sigue a Casiano, instituyó un segundo modelo: el
listado septenario. Modificó el esquema octonario colocando un pecado (la
soberbia) como raíz de todos los otros […]. Esto reforzó la imagen de los
pecados como una familia y la idea de la comunicación entre ellos» (Bizzarri,
2012: 166). Claramente, Murúa hace eco de esta tradición: conceptúa los pecados
como una familia.
[16] Generales de Atahualpa (hermano y enemigo de
Huáscar durante la guerra civil en el Tahuantinsuyo), proverbiales por su saña.
Sus acciones son resaltadas sobre todo en la crónica de Murúa.
[17] Según Pease (1995), una de las características
de la producción cronística del virreinato peruano es el marcado influjo de la
prédica lascasiana: «la Brevísima
relación y otros tratados escritos contemporáneamente por Bartolomé de Las
Casas ejercieron influencia en el Perú» (31). Resta apuntar que esta influencia
de las tesis lascasianas en el área andina será más intensa en los decenios de
1550 y 1560. Ahora bien, Valcárcel Martínez (1997) nos señala dicha influencia
en algunas crónicas en concreto; así, son claros sus ecos en la Relación de muchas cosas acaescidas en el
Perú (1552) de Cristóbal de Molina (el Almagrista) y en la Relación de las antiguas costumbres antiguas
de los naturales del Pirú del jesuita anónimo (tal vez Blas Valera).
Respecto al primero, se destaca la crítica de dos puntos: el servicio personal
indígena y el regicidio de Atahualpa. En cuanto al segundo, Valcárcel Martínez
(1997: 143) subraya la misma estrategia lascasiana: contrastar la alabanza del
natural manso del indígena con la lujuria y la codicia del conquistador. Sin
embargo, es necesario subrayar que la influencia del padre dominico se da en
diversos grados. Así, en el Perú, además de los ya mencionados, dicho ascendiente
destaca en Cieza de León y en el propio Murúa, pero de manera moderada.
Respecto a este último, en el capítulo LXXIV del primer libro, nuestro cronista
dedica dos páginas a sintetizar los levantamientos de los encomenderos
producidos por las Leyes Nuevas (1542). De estas, casi página y media son
dedicadas a hablar de la labor de Las Casas so pretexto de explicar el origen
de las mentadas leyes. La extensión de nuestra cita se justifica por sí misma y
por la manera en que se valora hiperbólicamente la labor del dominico: «En este
tiempo sucedieron aquellas famosas guerras que se levantaron entre los
españoles, originadas de las nuevas ordenanzas que Su Majestad el Emperador
nuestro señor hizo para este reino del Pirú y el de Nueva España, a instancia
de Don Fr. Bartolomé de las Casas, religioso del Orden de Santo Domingo, obispo
de Chiapa. Varón apostólico, acérrimo defensor de la libertad de estos indios,
en cuyo amparo y protección se ocupó muchos años, mostrando en España los
agravios que de los españoles y encomenderos recibían, la insolencia y tiranía
con que eran mandados y hollados, la codicia y ambición con que eran
defraudados de sus haciendas, el menosprecio con que eran tratados, como si
fueran animales fieros de los bosques, y el gran impedimento que con estas
cosas y desafueros ponían los gobernadores y señores de los repartimientos a la
promulgación del Santo Evangelio y a la doctrina y enseñanza de estos
miserables, como si no fueran hechos a la semejanza de Dios y no fueran
comprados con la sangre del cordero inocentísimo. Así hizo un libro donde pone
millones de sucesos acontecidos en este reino, nunca vistos ni oídos entre
bárbaros, todos enderezados a sacar dinero, oro, plata —y más oro y más plata—
sin que pudieran hartar la codicia de los españoles los montes, si oro y plata
se tornaran. Defiende con vivas y teológicas razones no ser estos indios tan
bárbaros como los hacían, que algunos hubo que se atrevieron a poner en plática
no ser verdaderos hombres, que desta suerte los infamaban los que querían
apoderarse de sus haciendas y quitarles y privarles del verdadero dominio
dellas. Finalmente, mediante su santo celo e infatigable diligencia pudo tanto
que se hicieron por el Emperador Nuestro Señor unas ordenanzas nuevas,
santísimas y convenientísimas al bien, aumento y conversión destos naturales de
este reino» (253-254).
[19] Con
esta expresión entendemos que para cada acto hay necesariamente una retribución
dependiendo del talante de la acción. Esta operación se encuentra en el centro
de la comprensión que tiene Murúa sobre la historia; como indica Valcárcel
Martínez (1997), entre los cronistas de Indias hay una extendida visión
providencialista la cual consiste en pensar que todo lo que acontece en la
dimensión individual y social forma parte de un plan divino previamente ya
establecido e inmutable. Dicho rasgo es un remanente de la mentalidad colonial
y el primero en emplearlo será Colón, que se presenta a sí mismo como un
instrumento de la voluntad divina para justificar su conducta en el
descubrimiento. Su estrategia sentará un precedente: «después de él lo harían
la mayoría de los cronistas, pero cada uno con la mira puesta en la
justificación de sus actitudes y sus anhelos personales» (35-36). Las
dimensiones de este trabajo no nos permiten extendernos en explicar su
funcionamiento al interior de la Historia
general del Perú.
[20] En el primer libro se detalla cómo la destrucción del linaje incaico tiene su origen en el asesinato de Fr. Diego.